Nómade en el balcón
Pocos
poetas tienen tan clara la noción de ritmo en poesía como Nora Sztrum. De
hecho, puede leerse su libro como una pieza musical, un vaivén de frases y de
sílabas que acarrean sentido y al hacerlo, casi enseguida, lo dejan ir. Como si
el sentido, lo que nos quiere decir un poema, fuera siempre la punta del
iceberg. Una aproximación, el indicio de algo que corre en permanente fuga, de
nosotros y hacia nosotros, y que difícilmente podamos atrapar.
Con
esto no quiero decir que el libro no cuente algo, no intente decirnos algo, de
alguna manera. Yo creo que sí, y hasta un poco a pesar suyo, lo dice, da una
clave, una llave para abordar su lectura. Sólo que esa llave, en lugar de abrir
una puerta, abre muchas. Cada verso, si no me equivoco, hace lo mismo. Avanza,
está a punto de decirnos algo, incluso lo dice, pero inmediatamente encuentra
su contradicción, su dicción en contra, que no es otra cosa que el anverso de
una moneda mágica. Y, sobre todo, sonora. Estos poemas, más que leerse, se
cantan, y a partir de esa sonoridad deslumbrada, cada vocablo encuentra su eco.
La
primera parte, por ejemplo, se llama Balcón, y nada más tranquilo en
apariencia que un balcón, salvo que se tope con esta manera de decir un poco
esquiva, que tienen estos poemas. Si me permiten, voy a leerles el que abre
esta suerte de partitura musical; no tiene título y dice así: nómade / aunque no gitana / anclo en el
balcón // tierra firme en el aire / y mis pies ríos / en la baldosa alzada // miro
la luna y está llena / ¿va’llover? / ¿se nubla la mirada? // en este puerto que
no zarpa / vaivén oscuro / parate móvil // me subo al carro con lonas rotas /
oigo ladridos y / cabalgamos.
Como
verán, cada verso carga su cuota de sentido, pero al mismo tiempo atrapa en el
aire lo que está flotando a su alrededor, y este efecto, en lugar de volver más
pesado los versos, los aligera. De pronto tenemos una nómade que ancla en el
balcón, tierra firme que está en el aire, puerto que no zarpa y es, sin embargo,
un parate móvil. Como si una cosa nombrara siempre su contrario. Las palabras
se niegan a nombrar, se niegan a transportar pesados bloques de sentido y
desatan, a cada paso, una trifulca, una pequeña revolución.
Voy a través,
llama Nora la segunda parte de este libro,
y esa forma de moverse, de viajar, es una clave para abordar su lectura.
Ahí
están el río, los hijos, el viaje, la montaña, los trenes, la juventud. Todo
encabalgado, roto, fragmentario, fugaz. “Pero igual corríamos, corríamos, dice,
mi pecho iba adelante y los pelos los pelos / tenían vida propia / yo los
llevaba en mi cabeza / al viento /a veces se enredaban en las ramas /los rulos
tironeaban espinillos // (:::) zancadas zancadas / estreno de palabras en el camino /
llegábamos al muelle triunfantes / raspones en las piernas / abrojos / astillas
de madera / pies pinchados piedritas // zarpábamos / del otro lado los niños /
saldrían de la escuela.” Más que poemas, un turbión de frases en contante
despegue y a toda velocidad. De ahí que no haya tiempo (como el tiempo
estacando que hay en las películas de Bergman) y, por eso mismo, todo fluya en
cascada, en medio de las risas, y el deseo, siempre el deseo, como Sofía y
Marcello en la película de d’étore Scola.
Derrotero,
este segundo libro de Nora Sztrum, es ante todo un recorrido vital que sólo el
lenguaje, con todas sus bifurcaciones y aristas, puede poner delante de
nuestros ojos. Aunque la palabra derrota
refulja en su centro; no importa. El movimiento es siempre hacia adelante. O,
en todo caso, se balancea sobre ese instante que contiene, en un mismo relámpago,
todo el pasado y todo el porvenir. De cualquier forma, el poema es un cuerpo
vivo y vulnerable que atraviesa la sintaxis y el orden establecido, y se llena
de raspones, heridas, lutos, abrojos, risas, en incansables escenarios de luz.
La
última parte se llama Rusia, y una
vez más las cosas, la lengua se mezcla, de manera que estamos aquí, en esta
estepa sudamericana, entre adoquines y “tundras con lirios que relinchan la
pampa” y al mismo tiempo allá, en la otra estepa, con toda su nieve siberiana,
montados sobre un trineo, “buscando en vano un monumento de Pushkin”. Si cada
palabra posee su doble, el yo lírico que habla en estos poemas también. Pienso
en Leónidas Lamborghini, pero sobre todo en uno de sus libros fundamentales, Las patas en la fuente, sólo que en Nora
la parodia da lugar a la revelación. ¿De qué? De un mundo, de una lengua, de
una época en particular (la Argentina de los años 70 con toda su epifanía de
batallas y fugas), pero también la actual, porque todo en la poesía de Nora se
actualiza, cobra vuelo en el presente, tan inestable como nosotros.
Sobre el final, como una coda, o furgón
de cola (¿furgón de fuga?) hay un poema que, con la metáfora de un sueño, la
vida como sueño, echa una misteriosa luz sobre el libro en su totalidad. Una
estación de trenes, con sus tembladerales de luz, como tienen las personas y
los lugares en los sueños, y un boleto y un tren que partió, o que estar por
partir, y esa voz que se escucha diciendo “es que perdía el tren / lo perdía…”
Apenas una vuelta de tuerca, inesperada, que pone su acento, ya no sobre la
vida en fuga sino sobre la fugacidad de la vida. Porque el tiempo corre y ya no
alcanza. Por eso escribimos poemas, como locos, y a toda velocidad. ¿No es
cierto, Nora?
Osvaldo Bossi
Marzo del 2017
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