sábado, 11 de marzo de 2017

La vida en los techos, texto presentación



Ser y no ser

       Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción”, dice Virginia Woolf en su célebre ensayo “Un cuarto propio”. Cuando dice ficción se refiere a escribir novelas, pero, si no estoy errado, también podríamos llevar esa afirmación a los poemas y decir, tranquilamente: Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir poesía. Es decir, un espacio de libertad en donde pueda ser ella misma y también su contrario. Sobre todo eso: una morada donde sea posible la duda y la contradicción. Y donde una cosa no impida la otra y todas las verdades convivan. La buena madre con la mala madre, la rea con la santa, la mujer madura con la niña, la poeta con el ama de casa, la mujer araña con la mujer tranquila, etc., y desde luego, en el centro de toda esa constelación errática, la mujer sola.
      Si no me equivoco, los poemas de este libro de Verónica Pérez Arango están escritos en el interior de ese cuarto, aunque en su caso el cuarto propio esté al aire libre, sobre el techo de la casa familiar. Como una habitación salvaje, a la intemperie. Una habitación como reflejo de la intimidad y deseo de estar lejos, muy lejos, en el cielo (para llamarlo de alguna forma) interminable y nocturno de los poemas. De hecho, hay un poema, pequeño, que nos deja esa idea inclaudicable de soledad que tiene la poesía. Se los leo, de llama “Nunca dormir”: Yo busco un poco mi letra / en ese teclado que enciende / una hilera de puntos / como una ruta luminosa / que se queda despierta la noche entera / y me acompaña y deja a salvo / del brillo insoportable de la aurora / o del grito del pájaro parlanchín en la ventana.
        La propia letra, una ruta luminosa, a salvo del brillo insoportable de la aurora o del grito del pájaro parlanchín en la ventana. Malhumor ante la vida diurna, cargada de obligaciones, y ansiedad de que llegue la vida nocturna, habitada por la poesía.
Hay otro poema, complementario de este, que se llama Canción de cuna y dice así: Espero que te duermas / hermosos bebé / para dejarte de lado / en la siesta y volver / de puntillas, sin dejar huella / a mi hogar secreto de poemas. Entre paréntesis, esta canción de cuna me hace acordar a aquella otra, tan escalofriante y graciosa, que escribió Silvina Ocampo, y que si mal no recuerdo dice así: Duérmete, niño mío / que si no duermes / vendrán los animalitos del bosque / y te comerán los bracitos.
        Lo cual nos lleva a ese momento crucial de la poesía en lengua inglesa, en el que Silvia Plath (Lady Lázaro) se levantaba a escribir a las cuatro de ma matina los poemas que la consagrarían después, ¿se acuerdan?; se preparaba grandes jarras de café y aprovechaba ese momento en que los niños dormían   para escribir esos poemas demoledores. Tiempo robado al tiempo, y niños que afortunadamente duermen, y si no duermen, bueno, que se las arreglen solos por un rato, lejos del asfixiante trabajo materno, para que devengan, en todo caso, criaturas salvajes e indomesticadas como la propia autora.
         Y a la vez, todo lo contrario. Escritura amorosa. Cumple con su papel a rajatablas y se consagra, en cuerpo y alma, al cuidado de esos niños que son, en cierta forma, su espejo. Como en ese poema, con fecha 27 de noviembre, donde la madre nos cuenta que hace algunas horas operaron a su hijo, y se siente (no puede evitar sentirse) culpable por haberlo entregado “para que lo drogaran a la fuerza”, así lo dice, con esa brutalidad, mientras absorbe “con lentitud el olor a anestesia” que se desprende de la boca del niño, y de esta forma intoxicarse e irse, ella también, a la “piecita oscura de los sueños”. Es terrible esta imagen. Es terrible esta vocación salvadora, de entrega que tienen generalmente las madres, y que lleva a la voz que habla en este poema, “a la piecita de los sueños” (¿el cuarto propio?) donde poder intoxicarse, drogarse con el cuerpo de amor que es el niño, y así olvidar su propio destino personal.
       Todo el libro es así. Si hay una línea, un argumento infalible, es la dualidad. La cara diurna y la cara nocturna del amor. Que se pone en juego, por completo, en la escritura de estos poemas. Me refiero, para ser más preciso,  al amor filial (padre, madre, hijo, esposa, esposo) que en su telar mágico construye una manta que puede ser, al mismo tiempo, protectora y destructora de lo que ama. ¿Un cuarto propio es un cuerpo propio, en contra de los requerimientos sociales? ¿Es la propia voz, la voz de la escritura, siempre un poco disonante (la voz chillona, como decía Borges de Alfonsina Storni), la voz que dice lo que no se tiene que decir, se contradice, rompe con los lugares establecidos y, cada tanto, patea el tablero? Y yendo un poco más lejos. ¿Los poemas que escriben actualmente las mujeres poetas, ¿ponen una vez más en acción el eterno dilema hamletiano, entre el ser o el no ser, y al hacerlo se rebelan, lo bajan a tierra y eligen, alegre y amargamente, las dos cosas?  No lo sé, pero lo cierto es que sobre ese techo a dos aguas el libro avanza y se mantiene, misteriosamente, en equilibrio. Como si dijéramos: con una mano su autora sostiene la mamadera y con la otra tipea disciplinada, enloquecidamente, una escritura que no se deja clasificar. O mejor dicho, disciplinar. Casi siempre en falta y un poco salvaje, o muy salvaje, o salvaje a secas, como es la escritura de Pérez Arango, y como lo es este libro en particular.
         En fin, La vida en los techos, aunque se esté en la cocina o el cuarto de los niños. Esa vida doble, casi en simultáneo, que rebelan en cierta forma los poemas, es, todavía, lo más perturbador. Esa voz que atruena, en primera persona, en los libros y en las canciones.  No hablo de causas. Hablo de voces y, sobre todo, de una lírica que sea, al mismo tiempo, salida de sí y bandera de guerra y canto de amor.  Como cuando la poeta rusa, Marina Tsvitaieva dice: “Mi única alegría son – los versos. Yo escribo como otros beben –y no vino, agua. Sólo entonces soy feliz, me siento segura”. Pero también esto otro: “En este mundo cristianísimo, todos los poetas son judíos”.
       En un tono menor, cribado por una suerte de distanciamiento que evita el desborde emotivo, los poemas de Pérez Arango se meten con lo más difícil: la cárcel en la que se encuentra atrapado, de alguna forma, nuestro destino, pero también un indicio de luz y una llave. Su sola escritura es una forma de atravesar la realidad y modificarla.
                                                                                              
 Osvaldo Bossi