viernes, 15 de abril de 2016

Enrique Solinas

QUIEN MIRE EL RIO HUANGPU UNA TARDE DE VERANO


Mi padre es leve

Mi padre es leve como una flor
cuando en otoño cae como las hojas
del libro que alguna vez leyó
al calor del invierno.

Cuando partas de aquí,
Padre,
partiré también.

Algo tuyo
quedará en mí,
siempre.

Y siempre algo de mí 
se irá contigo.




En la zarza ardiente

Desde esta absoluta oscuridad
veo a mi padre despedirse
con esa dignidad propia
de quien conoció
el mundo y lo habitó.

Acompaño a mi padre
en el gesto de su despedida,
en esta vida de hospitales
donde todo pasado es presente
y el futuro
es nada más 
que una conversación.

Atrás quedan
los días de la noche,
las palabras
que debían madurar 
para ser ciertas;
queda en el camino
la expectativa
de lo que no sucedió,
la verdad de la belleza,
su cuerpo inaccesible.

Pero ahora es el silencio,
el silencio que grita
el silencio
en la voz del bosque.

Pero ahora es el deseo,
el deseo de que el tiempo 
vuelva hacia atrás,
cuando el invierno todavía joven
encendía
su lámpara mágica
y alumbraba el camino
de nuestro alegre porvenir.

La manera en que el tiempo se va

Quien mire el rio Huangpu, 
una tarde de verano,  se verá 
a sí mismo contemplarse.
Ni las luces serán tan extraordinarias,
ni los edificios 
lo suficientemente deslumbrantes 
como para olvidar
las heridas que el tiempo nos dejó.

A veces creo que somos 
nada más que palabras, 
lanzadas contra el viento.
A veces creo que ni siquiera 
somos lo que creemos ser.

Por eso ahora miro el rio
y encuentro al que soy 
en mis propios ojos.

Y dejo que el agua se vaya
donde todo se pierde, 
donde todo se olvida.

Como el tiempo se va,
me voy,

y me abandono al mundo,
y puedo ser feliz.


Enrique Solinas
Inéditos


jueves, 14 de abril de 2016

Paula Jiménez España

los astrólogos hablan de la energía de la luna




Las madres errantes

Mis vecinas buscan a sus hijos al salir del colegio
y en los jueguitos del amenity
mientras hablan de cosas que ignoro, son las madres
que veo cada tarde detrás de mi ventana
(después de un tiempo, algunas
terminan pareciéndose).
Cuando mi tía murió, mi prima
me llamó por teléfono. No me dejó llorar
dijo: “Así está bien, sufría”.
Hay quienes se suicidan
a poco de perderlas o mueren como Barthes
en un accidente tonto, inexplicable.
Cuando era chica pensaba
que no podría sobrevivir a su muerte
y todavía no lo sé. No creo
en las convenciones, pero ese día
su día
la visito y le llevo un regalo, a veces dos.
Una primeriza me explicó que el amor
a su hijo era enamoramiento, metejón
que no se le pasaba.
Yo separé a mi gato de su madre
cuando tenía dos meses.
Ella lo olvidó y al verlo años después
mostró su garras y sus dientes
por defender un plato de comida.
Cuando vuelvo de un viaje
mi gato maúlla
como quejándose de mi ausencia.
Mi perro fue su madre y yo lo soy
de mis plantas cuando las riego.
Todos los días las mujeres dan
hijos en adopción y durante meses
supieron lo que irían a hacer.
Algunas meten la cabeza en el horno
y se desligan definitivamente.
Están las que se quedan y amenazan
con morir de un síncope.
Cartonean, ganan concursos de belleza,
roban carteras en el subte, hacen mènage à trois
son arrojadas a los basurales o al costado de las vías de un tren.
Hay madres que están solas y desean. Hay otras que desean.
Los astrólogos hablan de la energía de la luna. Pero la luna es blanca
y es perfecta. En la tierra las madres tienen imperfecciones.
Y yerran, como un buscapié
con la ilusión de un centro.
Burbuja, pistilo hermafrodita, todas
ansiando el trono
que como el aire rojo de una noche de amor
permanece vacío.



El trabajo

Estaban muy cansados
pero yo no sabía. Cansados en el siglo
de las bombas y los barcos
cargadores de hombres
mujeres y bebés de un continente al otro: los pobres
siguiendo con la vista tras un ojo de buey
el hielo, la planicie
del mar que suspendía el futuro
haciéndolo flotar sobre su lomo azul
y desbordante.
Estaban tan cansados en el siglo
del plástico, comiéndose la vida en una lata
queriendo convencerse
de que era igual el trigo a una galleta
empaquetada, con trigos dibujados
esbeltos como el cuerpo
de un atleta alemán.
Pero ellos fueron moros y andaluces,
herencia sefardí
condenada al yugo y al litigio
perpetuo por la tierra, gente
de espaldas encorvadas y de cabezas gachas
y yo no lo sabía.
Pensaba que llevaban brújulas en los ojos
una espiga dorada entre los dientes,
no creía que ese don de construir
fuera un esfuerzo, pensaba que les era natural
igual que a las flores el color
de los pétalos, las plumas a las aves.
Como sus padres
también los dos alzaron
su vuelo migratorio
y se limpiaron el corazón al disponerse
a descansar en la paz de su nido,
ellos que solo se acostaban al caer
rendidos frente a algo a lo que nunca
habrían llamado una batalla,
porque no fueron el héroe y su heroína
y jamás lo serán.
Siempre en su cuarto propio compartiendo  
los años de sus vidas
aislados de ese mundo que los iba tragando
lentamente
en cada gota de temor que golpeaba sus cabezas  
como una tortura de película
de la guerra fría,
el golpeteo a la serenidad, el cansancio en sus caras
el amor y el cansancio, como rejas
de hierro y alegrías
del hogar
en un mismo jardín.

Paula Jiménez España
De su libro inédito “Desde que viví, temblé".

martes, 12 de abril de 2016

Gabby De Cicco

 impía lengua deja de hablar







Algo se altera
con el latido del relámpago
y dibuja sobre las aguas
una racha de círculos concéntricos: piedra
lanzada al centro, con miedo.

La tormenta altera al caer la tarde,
se tumba sobre la grupa de cemento,
y algo late, constante
en mi costado.

Sospecho que aún puedo llamarle corazón
a lo que persiste en su movimiento diario,
de pura marea.

...

Impía lengua
deja de hablar
en esta noche oscura.

Une tus labios, y cóselos.
No dejes que nada inútil se escape.
Que nada manche
la extensión de estas sábanas.

Hay una luz opaca
que cruza 
la rebeldía de tu voz.

Desnuda de vos y de mí, va
como caballo grácil,
a horcajadas del viento
que revuela las aguas del Paraná.

Escurridiza
deja ya de escupir tu bilis
como reclamo de amor.

Deja que el tiempo declare:
“yo haré que las cosas se olviden
y sean buenas.”


Gabby De Cicco (Santa Fe, 1965)
del libro inédito “Masala blues”

lunes, 11 de abril de 2016

Patricio Foglia

 la mudanza es un bolso pesado y negro



En la cocina…

En la cocina
le pregunto a mamá
si van a separarse. Ella
me sienta sobre la mesada
y mueve la cabeza
para decirme que no.

Camino al centro, en el auto
con el aire perfumado del cuero limpio
le pregunto a papá
por lo mismo. Él dice NO
con toda sequedad
como cuando quita, con sus manos
la yerba mala del jardín.

Durante días, meses
tengo los ojos y oídos
tapados: no veo a las ovejas
alejarse del rebaño,
no escucho las discusiones,
no cargo con el peso
de los hechos consumados.

Mis padres fueron piadosos.
Estoy honestamente agradecido.



Pocas cosas se mudan con nosotros

Pocas cosas se mudan con nosotros
nuestra ropa, ollas, dos
o tres platos. La mudanza es un bolso
pesado y negro.

Al poco tiempo desaparecen
la guitarra, los tomos de la colección
“El mundo del Arte”,
una cadena de plata del cuello de mamá.

Sobrevive, en tapa dura,
un libro de Alfonsina Storni,
su voz como una tarde
de lluvia intensa.

“Yo seré a tu lado,
silencio, silencio,
perfume, perfume”

Cierro los ojos. Escucho
el agua que cae, monótona
contra la ventana de vidrio
de mi nuevo cuarto.


Patricio Foglia (Buenos Aires, 1985)

Inéditos

domingo, 10 de abril de 2016

Inés Aráoz


vida es la palabra que he usado




Si la sabiduría está en el hombre inmemorial...

Si la sabiduría está en el hombre inmemorial
Si el universo, recamado y fulgurante, está en el hombre
Si el amor es la puerta y su misma llave
Si la ciencia es sólo una formulación distinta
Si el lenguaje es formulación, asimismo fulguración
Paraíso e infierno una misma célula, riente o colérica
Y la alegría es Dios

Qué error pensar la eternidad como el coronamiento
del cordel de un barrilete.



No aminora el tren la marcha
a Isidora Aráoz

Estaban quietos los cielos
En Yacanto
Al parecer moría, no lo sé
Mi hermano, el más pequeño
Los membrillos no habían madurado aún
Y en sus verdes huevos seguía guardada la cría del tero
Un cierto tinte rojo allá
Atrás, en la montaña 
No lo he visto yo morir
Más que otros días
Al señalar algunas de esas florcitas tibias 
Silvestres
Que esplenden en las lomadas
Esto me da paz —decía
Me hubiera gustado esa tarde
Echar un galope tendido, a campo traviesa
Saltar cercos, una y otra vez
Cruzar los ríos
En mi yegua baya
Correr, correr hacia los oradores de la montaña



Poema II
He cazado a la muerte
Como si fuera una palabra nueva
La he rodeado, inquirido y bientratado
Hasta he escrito sobre ella
–vida es la palabra que he usado–
y me ufano
de contemplar a cada instante
su aleteo furioso
en mi corazón.


Inés Aráoz (Tucumán, 1945).