los astrólogos hablan de la energía de la luna
Las
madres errantes
Mis
vecinas buscan a sus hijos al salir del colegio
y
en los jueguitos del amenity
mientras
hablan de cosas que ignoro, son las madres
que
veo cada tarde detrás de mi ventana
(después
de un tiempo, algunas
terminan
pareciéndose).
Cuando
mi tía murió, mi prima
me
llamó por teléfono. No me dejó llorar
dijo:
“Así está bien, sufría”.
Hay
quienes se suicidan
a
poco de perderlas o mueren como Barthes
en
un accidente tonto, inexplicable.
Cuando
era chica pensaba
que
no podría sobrevivir a su muerte
y
todavía no lo sé. No creo
en
las convenciones, pero ese día
su
día
la
visito y le llevo un regalo, a veces dos.
Una
primeriza me explicó que el amor
a
su hijo era enamoramiento, metejón
que
no se le pasaba.
Yo
separé a mi gato de su madre
cuando
tenía dos meses.
Ella
lo olvidó y al verlo años después
mostró
su garras y sus dientes
por
defender un plato de comida.
Cuando
vuelvo de un viaje
mi
gato maúlla
como
quejándose de mi ausencia.
Mi
perro fue su madre y yo lo soy
de
mis plantas cuando las riego.
Todos
los días las mujeres dan
hijos
en adopción y durante meses
supieron
lo que irían a hacer.
Algunas
meten la cabeza en el horno
y
se desligan definitivamente.
Están
las que se quedan y amenazan
con
morir de un síncope.
Cartonean,
ganan concursos de belleza,
roban
carteras en el subte, hacen mènage à trois
son
arrojadas a los basurales o al costado de las vías de un tren.
Hay
madres que están solas y desean. Hay otras que desean.
Los
astrólogos hablan de la energía de la luna. Pero la luna es blanca
y
es perfecta. En la tierra las madres tienen imperfecciones.
Y
yerran, como un buscapié
con
la ilusión de un centro.
Burbuja,
pistilo hermafrodita, todas
ansiando
el trono
que
como el aire rojo de una noche de amor
permanece
vacío.
El trabajo
Estaban
muy cansados
pero
yo no sabía. Cansados en el siglo
de
las bombas y los barcos
cargadores
de hombres
mujeres
y bebés de un continente al otro: los pobres
siguiendo
con la vista tras un ojo de buey
el
hielo, la planicie
del
mar que suspendía el futuro
haciéndolo
flotar sobre su lomo azul
y
desbordante.
Estaban
tan cansados en el siglo
del
plástico, comiéndose la vida en una lata
queriendo
convencerse
de
que era igual el trigo a una galleta
empaquetada,
con trigos dibujados
esbeltos
como el cuerpo
de
un atleta alemán.
Pero
ellos fueron moros y andaluces,
herencia
sefardí
condenada
al yugo y al litigio
perpetuo
por la tierra, gente
de
espaldas encorvadas y de cabezas gachas
y
yo no lo sabía.
Pensaba
que llevaban brújulas en los ojos
una
espiga dorada entre los dientes,
no
creía que ese don de construir
fuera
un esfuerzo, pensaba que les era natural
igual
que a las flores el color
de
los pétalos, las plumas a las aves.
Como
sus padres
también
los dos alzaron
su
vuelo migratorio
y
se limpiaron el corazón al disponerse
a
descansar en la paz de su nido,
ellos
que solo se acostaban al caer
rendidos
frente a algo a lo que nunca
habrían
llamado una batalla,
porque
no fueron el héroe y su heroína
y
jamás lo serán.
Siempre
en su cuarto propio compartiendo
los
años de sus vidas
aislados
de ese mundo que los iba tragando
lentamente
en
cada gota de temor que golpeaba sus cabezas
como
una tortura de película
de
la guerra fría,
el
golpeteo a la serenidad, el cansancio en sus caras
el
amor y el cansancio, como rejas
de
hierro y alegrías
del
hogar
en
un mismo jardín.
Paula Jiménez España
De
su libro inédito “Desde que viví, temblé".
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