jueves, 14 de abril de 2016

Paula Jiménez España

los astrólogos hablan de la energía de la luna




Las madres errantes

Mis vecinas buscan a sus hijos al salir del colegio
y en los jueguitos del amenity
mientras hablan de cosas que ignoro, son las madres
que veo cada tarde detrás de mi ventana
(después de un tiempo, algunas
terminan pareciéndose).
Cuando mi tía murió, mi prima
me llamó por teléfono. No me dejó llorar
dijo: “Así está bien, sufría”.
Hay quienes se suicidan
a poco de perderlas o mueren como Barthes
en un accidente tonto, inexplicable.
Cuando era chica pensaba
que no podría sobrevivir a su muerte
y todavía no lo sé. No creo
en las convenciones, pero ese día
su día
la visito y le llevo un regalo, a veces dos.
Una primeriza me explicó que el amor
a su hijo era enamoramiento, metejón
que no se le pasaba.
Yo separé a mi gato de su madre
cuando tenía dos meses.
Ella lo olvidó y al verlo años después
mostró su garras y sus dientes
por defender un plato de comida.
Cuando vuelvo de un viaje
mi gato maúlla
como quejándose de mi ausencia.
Mi perro fue su madre y yo lo soy
de mis plantas cuando las riego.
Todos los días las mujeres dan
hijos en adopción y durante meses
supieron lo que irían a hacer.
Algunas meten la cabeza en el horno
y se desligan definitivamente.
Están las que se quedan y amenazan
con morir de un síncope.
Cartonean, ganan concursos de belleza,
roban carteras en el subte, hacen mènage à trois
son arrojadas a los basurales o al costado de las vías de un tren.
Hay madres que están solas y desean. Hay otras que desean.
Los astrólogos hablan de la energía de la luna. Pero la luna es blanca
y es perfecta. En la tierra las madres tienen imperfecciones.
Y yerran, como un buscapié
con la ilusión de un centro.
Burbuja, pistilo hermafrodita, todas
ansiando el trono
que como el aire rojo de una noche de amor
permanece vacío.



El trabajo

Estaban muy cansados
pero yo no sabía. Cansados en el siglo
de las bombas y los barcos
cargadores de hombres
mujeres y bebés de un continente al otro: los pobres
siguiendo con la vista tras un ojo de buey
el hielo, la planicie
del mar que suspendía el futuro
haciéndolo flotar sobre su lomo azul
y desbordante.
Estaban tan cansados en el siglo
del plástico, comiéndose la vida en una lata
queriendo convencerse
de que era igual el trigo a una galleta
empaquetada, con trigos dibujados
esbeltos como el cuerpo
de un atleta alemán.
Pero ellos fueron moros y andaluces,
herencia sefardí
condenada al yugo y al litigio
perpetuo por la tierra, gente
de espaldas encorvadas y de cabezas gachas
y yo no lo sabía.
Pensaba que llevaban brújulas en los ojos
una espiga dorada entre los dientes,
no creía que ese don de construir
fuera un esfuerzo, pensaba que les era natural
igual que a las flores el color
de los pétalos, las plumas a las aves.
Como sus padres
también los dos alzaron
su vuelo migratorio
y se limpiaron el corazón al disponerse
a descansar en la paz de su nido,
ellos que solo se acostaban al caer
rendidos frente a algo a lo que nunca
habrían llamado una batalla,
porque no fueron el héroe y su heroína
y jamás lo serán.
Siempre en su cuarto propio compartiendo  
los años de sus vidas
aislados de ese mundo que los iba tragando
lentamente
en cada gota de temor que golpeaba sus cabezas  
como una tortura de película
de la guerra fría,
el golpeteo a la serenidad, el cansancio en sus caras
el amor y el cansancio, como rejas
de hierro y alegrías
del hogar
en un mismo jardín.

Paula Jiménez España
De su libro inédito “Desde que viví, temblé".

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