La casa vacía o La niña que creció bajo su reino
En poesía, quizás toda escritura sea
escritura del duelo. Carta de despedida o Diario en el que se registran los
símbolos, las hilachas, de una experiencia que alguna vez se tuvo, o que nunca
se tuvo, y que no se volverá a repetir. Entre el desamparo y el amparo de las
palabras, el elegido para el duelo, el elegíaco, se ha vuelto un zombie, un
aturdido del lenguaje que repite día y noche la misma cantinela (dónde estás, y por qué) con el fin de
atrapar, a la manera de los salmos, aquello que se fue, aquello que “ya nunca
volverá”, como dice el tango, salvo en ausencia.
Pero hay libros y libros, duelos y
duelos. El de Celina Feuerstein, por ejemplo, pertenece a los que hacen del
duelo una pasión que no quiere salirse de sí, no quiere abandonar su comarca de
sombras y entregarse a la luz del día. No busca la cura, como dicen los psicoanalistas.
No. Ha descubierto un escenario ideal, encantado, un lugar que quizás estuvo
desde siempre y que ahora le permite, por fin, desencadenarse. Después de todo,
dejar de ser niños, ¿no es la primera experiencia de orfandad? De ser así, cualquier
razón de duelo que aparezca después, se volverá un acople, un eco. Yo creo que
la escritura de Celina viene de ahí.
Viene de ese epicentro de amor. Sí crecer es asumir de alguna forma la
pérdida, el yo poético de estos poemas no creció nunca y no tiene ninguna
intención de crecer tampoco. Además,
descubrió la poesía. ¿Y qué mejor vehículo para vivir en ese tiempo fuera del
tiempo que la escritura de poemas?
La primera parte se llama, como el
libro, La casa vacía. A simple vista, nos está hablando de la casa
de la infancia, la casa de los padres, desmantelándose después de la muerte de ambos.
Pero, paradójicamente, a medida que la casa se vacía, se llena de fantasmas, de
palabras, de recuerdos. Es decir, de poemas. La ausencia real, concreta, le da
lugar a la ausencia imaginaria, la falta imaginaria que está en su origen, y a
partir de ese momento los poemas no dejan de manar, como un chorro de agua
helada, como sangre, como una constelación, uno detrás del otro, para decir,
insistentes, lo mismo. Como si el yo de estos poemas nos advirtiera: Ahora sí, por fin, voy a dar cauce a mi grito,
y nadie me podrá detener.
Hay un momento, por ejemplo, en uno
de los poemas, donde Celina (o el yo que construye Celina en estos poemas) junto
con sus hermanos embala cada uno de esos objetos mágicos que fueron parte de la
casa, que son la casa, y sin que nada lo anticipe, se detiene y empieza a
gritar. Leo: Yo no sé qué originó el
terremoto aquella tarde / con mis hermanos / vaciando la casa / familiar // no
sé qué hizo que me enfurezca y grite / como una loca / desquiciada / abran la
puerta / quiero irme / salir de acá.
Pienso que “ese grito, que viene
desde lo más profundo, como los terremotos, sin que nada lo anticipe”, puede
pensarse como el origen (uno de los muchos orígenes) de estos poemas. Como
diría Ginsberg, cada poema una suerte de grito, de aullido, pero articulado. Ahora
bien, cuando los poemas no llegan, cuando no llega ese alivio, ni el consuelo
de las palabras, el grito se manifiesta desnudo y en todo su esplendor. Les
propongo un juego, les propongo cambiar
la palabra “terremoto” por poema, “grite” por escriba”, y “salir de acá, irme”
por “quiero quedarme, no salir nunca”. El texto en cuestión quedaría así: Yo no sé qué originó el poema aquella tarde
/ con mis hermanos / vaciando la casa / familiar // no sé qué hizo que me
enfurezca y escriba / como una loca / desquiciada / cierren la puerta / quiero
quedarme acá / no salir nunca. (Este mismo poema, sin ir más lejos, es un
grito articulado, una melodía
desencadenada, un eco que la casa vacía, con todo su encanto, nos
devuelve).
Es decir, escribo, para darle sentido
a ese grito que no tiene sentido, a ese dolor que no tiene palabras. Pero
además, en este caso, en estos poemas, el grito que se escucha es un grito
infantil. Un grito caprichoso e irracional, un grito, como ocurre generalmente
en la escritura poética, exagerado, dramatizado, para que se detenga el cielo y
las estrellas, para que el universo entero se detenga a escucharme.
Quiero decir, a través de la poesía,
esta niña -que ya no ocupa el centro de la escena- encontró otra manera de
hacerse ver y oír. Y sobre todo, de ser eso que ya no es, o que teme dejar de
ser. Una suerte de monstruo plural, como el Leviatán, cuyo cuerpo estaría
compuesto por las voces de la Hija, de la Madre y de la Amante, algunas veces
por separado y otras en simultáneo. Las tres figuran convertidas en una unidad
indestructible, un impresionante tanque de guerra que se defiende de la muerte,
aunque parezca una locura. Atada al padre, atada a la madre, atada a los hijos
y al amante con mil cadenas. Mejor dicho, atando a los padres, a los hijos, al
amante, con mil cadenas, aunque parezca una locura. Cada poema se ciñe a una
lógica irreductible contra el abandono. Leo este fragmento, de la última
sección del libro, llamada Brillos, donde la madre dice: “quiero acunarte aunque mis brazos / no alcancen / y se desborde tu
tamaño entre mis dedos / y redoble el abrazo / y te me escurras / como miel / y
triplique mis manos / y mi piel se estire / y se expanda / como agua o como
fuego / hasta cubrirlo todo”. Como agua o como fuego, no parece una madre,
parece el apocalipsis. Copio este otro,
donde la hija dice, reclama: “papá papá
donde te fuiste / papá que estás mirando / tus ojos no me apuntan / vacíos /
tus ojos no me ven // estoy acá / soy esta entre la sombra de tu cuerpo y mi
murmullo / soy la que ahora grita no te vayas / desde esta boca de mujer /
desde esta lengua / de niña que creció bajo tu reino.”
Recuerdo una frase de María Negroni, de
su libro Museo negro. Dice así: “Un vampiro es un ser enamorado de su propio
desconsuelo”. Alguien que no puede salir, y no quiere salir, de la casa vacía,
de su castillo de infancia, de su orfandad, porque esa casa está poblada de
todos los fantasmas que somos y que fuimos alguna vez. Alguien, siguiendo esta
metáfora, que no quiere olvidar. Si la única muerte es el olvido, como dice Borges,
cada poema será un recordatorio, una memoria exacerbada, un duelo sin fin. Aunque
la casa real ya no esté; no importa. Está la casa vacía que es el libro, y está
la casa vacía que es el cuerpo, claro, el último, y acaso el único y el más
temido de nuestros escenarios.
Es cierto que hacia el final del
libro, los poemas intentan construir, y acaso por un momento lo logran, un
escenario diferente, un horizonte, un brillo pequeño, una aurora, que
signifique el comienzo, el fin de algo, dándose una nueva oportunidad. Por ejemplo, en cierto momento hay en el cielo
una visión del arcoiris que trae, nos dice “la
paz, la calma después de la tormenta
/ la respiración tranquila”, pero enseguida esa misma voz se sobresalta y
agrega: “y sin embargo yo / tengo miedo
// de que vuelvan los vientos / y desaparezcan los colores / de que el arco de
fuego baje / y haga arder / la tierra”. O
como en ese otro, donde se vislumbra cierta irrupción de felicidad, de olvido,
cenando una noche sofocante de verano con amigos, “una felicidad liviana (nos dice) / que se parece al viento / moviendo las hojas / mi vestido / y los
restos de eso / eso que a veces / todavía / empaña”. La palabra “restos”,
en medio de esa frase, en medio del duelo, tiene el sombrío brillo de un ataúd
donde los restos del amado, de todos los amados, su eco, resuena, empaña,
cualquier felicidad.
Parece un cuento de Edgar Allan
Poe. Pero acaso todo amor, por benéfico
que nos parezca, sea un cuento de terror, en el fondo. Y la casa vacía, la casa
del amor filial, la casa de los cuerpos que amamos alguna vez, un castillo tan
hermoso y sangriento como las ruinas de la casa Usher. No lo sé. Eso sí, con un
lirismo que no se toma respiro, un lirismo que va y viene, entre la lucidez y
el abandono de la luz para caer en otra cosa, otra cosa siempre perdida, la
poesía de Celina Feuerstein transita las habitaciones de un desmantelado
castillo, una casa que ya no está, o que está, como todas las cosas que amamos
y que no podemos olvidar, en nosotros.
Osvaldo Bossi