El palo en la rueda o Las aguas
bajan turbias
Manuel
Puig comienza su novela El beso de la
mujer araña con esta frase: “A ella se le ve que algo raro tiene, que no es
una mujer como todas”. Recuerdo esa frase, ahora, porque leyendo esta novela
de Martin Aldaz, Bajante, se me
ocurre decir algo parecido: A esta
escritura se le ve que algo raro tiene, que no es una novela como todas.
Manuel Puig se refiere (su personaje Molina en realidad) a la Mujer pantera, la bizarra película que
Molina le cuenta a Valentín para atravesar los enormes bloques de soledad que
los rodea en la prisión. En Bajante,
esa rareza es ante todo estilística, pero es también un punto de vista, una
caída que se sostiene a lo largo de todo el libro, perfectamente apuntalada por
el autor. Y es, sobre todo, una partitura, un despliegue de voces. Voy a tratar
de explicarme. Voy a pensar en voz alta, articular en voz alta lo que pienso en
realidad, mientras escribo, ya que escribir sobre este libro es pensar en caída
libre para mí, es pensar y arriesgar, en torno a esta novela, algunas ideas. En
las posibilidades que la novela “realista” todavía ofrece por estos lares y en
nuestra lengua. Porque Bajante, si no
me equivoco, es una novela realista. Un realismo extraño, eso sí, intervenido,
interferido por una serie de recursos que le dan un inquietante espesor al
texto.
En
principio, no es un realismo urbano, sino que transcurre en el litoral
argentino, en Corrientes, y en la frontera con Brasil. En este sentido,
agradecemos la distancia del narrador y la falta de folklore, de
sentimentalidad quiero decir, en los detalles. Todo es visto con tranquilidad,
sin asombro, por un lente que no exagera ni se desatiende de lo que ve. El
paisaje, las voces, las particularidades de la región, están escritas con el
mismo tono impersonal, un tono que se acerca, en cierta forma, al desapego (no
el desinterés), y a una manera de ver que no sea, ante todo, una extorsión para
el lector. Voz atenta, como dije, a la descripción de los detalles. Voz
invariable, neutra. Cito: “Mercedes le da un mordisco a un sándwich de pan
lactal. Va a la habitación y se desnuda mirándose al espejo. Los huesos de la
cadera parecen dos huesos que se le metieron por la espalda. En la panza le
sobra piel”. Así, sin más. La pura materialidad de los hechos y de las cosas. Sin
embargo, esta intención de distancia se ve traicionada cada tanto, y como
ocurre con las traiciones en general, y en esta novela en particular, este
desvío se vuelve inesperado y benéfico.
Por
ejemplo, ya que estamos con los comienzos de novela, leamos el comienzo de Bajante. Una frase sencilla, que dice lo
que dice, y dice otra cosa: El timbre suena como una descarga eléctrica.
Es decir, una frase compuesta por una
imagen y una metáfora. Metáfora que, seguramente, escandalizaría a Robbe
Grillet, el padre del objetivismo en la narrativa moderna. Pero a quién le
importa eso, la frase está ahí, adelantando algo, cifrando algo de lo que nos
enteraremos después. Me refiero a la “descarga eléctrica” que es toda la
novela, desde que Mercedes, la protagonista, descubre esa carta que deja
entrever la sombra de una infidelidad, junto con el deseo de saber la verdad (hasta
las últimas consecuencias) suceda lo que suceda. Es decir, el eros de la
novela, la pulsión que la lleva a escribirla, y a leerla, es ese deseo de
verdad que mueve a Mercedes (alias Laura) y la arranca de su vida tranquila y
la empuja hacia adelante. No sabe por qué, pero ya está decidido: pide unos
días en el trabajo, compra unos materiales de pintura, mete un revólver en el
bolso y se sube a un auto, para encontrarla, a la verdad, a ella, a la otra, a
cualquier precio, sea lo que sea.
Más que novela realista, parece el conocido melodrama de una mujer despechada que se embarca en una inquietante novela policial. Debo confesar que yo también, al leerlo, me embarqué en la búsqueda de la otra, la autora de la carta, como cualquier señora de su casa, y que de todo corazón deseé que se encontrara con ella, frente a frente, y sopesara el arma en el bolso, y terminara con ese infierno de una vez. Pero, he aquí que el suspenso es sólo la excusa para contar otra cosa. Por ejemplo, cada tanto el relato se detiene y empieza a moverse en cámara lenta. En lugar de seguir la línea de la prosa, se corta y se convierte en verso, unos pocos versos, precisos, ralentizados, frenando la acción, dejando caer la lente de un zoon sobre algunos detalles, cualquier detalle, hasta que perdemos de vista todo lo demás. Pienso en Fabio, en Leonardo Fabio, el director de cine, y en sus películas Gatica o Nazareno Cruz y el lobo, donde la secuencia también se detiene y vemos a Gatica en andas, la cara ensangrentada, las banderas blaquicelestes detrás, moviéndose hacia un lado y el otro, como adentro de un sueño, en un tiempo fuera del tiempo que es el tiempo de la poesía. Ese efecto, ese énfasis, irrumpe cada tanto en toda la novela. La retrasa y, acaso también, la ahonda, intercalando dos planos, dos maneras de percibir la historia. Como si se dijera, nos dijera: No vayas tan rápido. Mirá la mano sobre el teléfono, mirá esa ambulancia metida de culata, mira el agua, mira la cortina de hule, mirá, mirá.
Lo
dice, y unos pasos después, olvida lo que dice y acelera de nuevo. Le deja la
posta al narrador, a ese extraño personaje que es el narrador omnisciente, ese
que describe de la misma forma, sin que se le mueva un pelo, el modo en que la
protagonista entra al auto, o se desliza por la ruta, o llega hasta una plaza
de pueblo, o pide pollo con arroz y guaraná, o se tira sobre la cama, o se
masturba (o sin hache, por supuesto). Nada se tambalea entre una acción y la
siguiente. La prosa se avanza por una suerte de autopista a una velocidad
regular. Hasta que algo, otra vez, la frena.
Ahora
es una voz, otra voz, la voz de la conciencia de la protagonista, ese pájaro
molesto que se le cruza en la ruta, en cualquier parte, en cualquier momento, una
voz que no la deja tranquila, la lechucea, empañándolo. Cada intervención, un
pequeño sobresalto, como si el camino estuviera lleno de baches, de pozos que
aparecen y desparecen, sin otra misión que fastidiar, detener el avance de la
novela. Chismosa, la voz. Le dice a Mercedes, nos dice: Seguro hay otras más… Pero si Paulo te dijo que esa casa era de él...
Suena igual a la de los heladeros en las siestas de verano… Qué calentitas que
tenés las manos… Primero tenés que
llamar a Mariana… En la facultad conociste a una Alelí que le decían Ale… A esa
nunca le importaste, qué pregunta ahora. Una voz que se mete, interrumpe. Maleducada,
no respetas las reglas del género, y encima sin decir acá estoy yo, sin
presentarse, como pancho por su casa.
Pero
no importa. Como dije antes, el narrador que lleva adelante la novela no dice
nada. No dice: salí de acá, salgan de acá, esta es mi prosa y en mi prosa mando
yo. Sigue como si oyera llover. Es un señor, un señorito inglés, que nació, al parecer,
en Entre Ríos, y se crío desde muy chico en Paso de los Libres, Corrientes, y
vive, desde 1997 en Buenos Aires, y es el autor −de paso− que se lava las
manos, y no lo estrangula al poeta con sus rarezas, ni hace callar la voz de
esa metida, que no deja que la protagonista coma y cague, sin que la molesten
con algún comentario. Maquínico, el narrador. Maquínica (la prosa y la
protagonista) como si hubieran perdido el alma con el accidente.
Aún
así, el narrador (la novela) termina por meterse en el cuerpo de la
protagonista, en su cuerpo desnudo y desquiciado, que se interroga por el deseo
de su marido, y el deseo de la amante, y por su propio deseo. Cómo es que el
autor (varón, heterosexual, bah, no lo conozco a Matías pero imagino que es así),
se mete en la piel de este narrador inmutable, y juntos, los muy ladinos,
entran en los pensamientos, en el corazón de esta mujer, de Mercedes, en su
cama, para sentir lo que ella siente, (el cuerpo duro, tosco, la barba
pelirroja, del encargado de la cabaña, entre el tufillo intolerable del alcohol
y la demencia de su vida solitaria). En fin. La cuestión es que entran. Meten
primero los dedos hasta hacen cimbrar, los muy palurdos, el clítoris, en donde
otra descarga eléctrica nos espera, acaso la más determinante de todas: la del
orgasmo. De la protagonista, Mercedes, y del chongo de la cabaña, por supuesto,
y de ese asexuado, el narrador, que registra la escena con todos sus detalles, y
también ese otro, el autor, ese mirón, llevando la batuta, un poco transpirado,
porque está llegando al clímax, y lograr el clímax en una novela es siempre lo
mejor, lo más mejor de todo, siempre.
Deseo,
deseo, deseo. De saber la verdad. De saber lo que siente una mujer al ser
penetrada. Penetrar en ese misterio, a través del texto. Matías logra, con su escritura
esquizo, plagada de detalles, el clímax de esa confusión. De deseos. O al menos
yo me confundo. Por momentos, no logro saber quién entra en quién. Lo único
cierto es que, si hay coito, es un coito plural, donde cada cuerpo hace su
aparición en el momento exacto y ejecuta lo suyo. Un coito que excede a
Mercedes y al chongo pelirrojo de la cabaña, y que incluye al lector.
Por
momentos me aparto y pienso: el autor es un cara dura. El autor, con su
secretito, es el que más disfruta de todo esto, el que goza de su goce, da
goce, a Mercedes, al chongo y a toda la parentela. El autor, ese voyeur, ese mirón. El mirón, así se
llama una de las novelas emblemáticas de Robbe-Grillet, ¿se acuerdan? El goce
de mirar desde afuera, para estar en todas partes y no quedarse en ninguna. Y
me acuerdo también de los narradores de Sade, que encuentran en la experiencia
de contar, de poner en palabras las vicisitudes de la cópula, un goce sino
mayor complementario, sin el cual el primero se reduciría a cenizas.
Como
verán, a la descarga eléctrica del comienzo se le suceden otras. Al accidente del
marido, le sigue el de la carta, y a éste el viaje, el arma, el chongo de la cabaña,
la voz de la consciencia, el poeta con su palo en la rueda (el lirismo es
siempre un palo en la rueda de la prosa, sobre todo cuando la prosa quiere
hacer bien su trabajo). Y está, además, la muchacha linda, lindíssima, de un
pueblo remoto, llamada Alejandra, la posible amante de Paulo, el marido de
Mercedes, y la otra, un fantasma que lleva el mismo nombre, Alejandra, y que
muere, ella también, en un accidente. El amor mismo como un accidente, una
descarga eléctrica, una escritura enrevesada que nos fulmina.
Bajante:
el terroncito de azúcar que es el deseo, transformado, de buenas a primeras, en
planta venenosa. ¿Crimen y castigo? No sé. Más lo pienso, más me hundo. Una
novela sencillita, sí, narrada en tercera persona, nos cuenta todo lo que les
dije, y más. Como los diálogos telefónicos, ¡me olvidaba de los diálogos
telefónicos!, esa chatarra, ese ruido, esa mugre, que nos distrae de la verdad.
“La llamaba para avisarle que me voy de
viaje hasta el domingo, Graciela, y que no voy a poder ir a verlo a Paulo. Sí,
papá, anda medio jodido, una pulmonía. No, no está muy mal que digamos, pero
ayer hablé con mamá y me dijo que el médico le dio reposo. Hace un año y medio
que no voy. Sí, sola, es un viaje corto”. Etc., etc. Y encima −éramos pocos
y parió mi abuela− el atentado terrorista sobre las torres gemelas, el día del
maestro. Lo mismo que la carta donde Mercedes descubre la traición de su
marido. Una acción terrorista. Los aviones estrellándose contra los altos
edificios, la carta, entre las manos de Mercedes, un edificio que se derrumba. Una
imagen adentro de otra imagen, una catástrofe adentro de la otra.
Y
para terminar (o acabar, como ustedes prefieran) está el título, Bajante, que abre el libro como una
metáfora ineludible. La del detritus que todo lo cubre, cuando las aguas bajan
turbias. Ese final que es un regreso. Esa caída de Mercedes / Laura en sí misma,
el choque con la verdad tan deseada, después de la cual empieza todo otra vez, o
se termina todo. Como
dije al comienzo: Se ve que esta
escritura algo raro tiene, que no es una novela como todas. Si no me creen,
léanla. En su timbre, en su voz, las descargas eléctricas se suceden y se superponen,
unas a otras, en un verdadero cruce de fronteras, entre la novela realista y la
novela policial, ente la poesía y la prosa, entre la muerte del amor y el comienzo de algo que,
no sin cierto entusiasmo, podemos llamar la vida.
Osvaldo
Bossi
Almagro,
marzo de 2018