sábado, 8 de octubre de 2016


qué locura qué párvula lengua


Medianoche

escribe el "poema" sentada en el bidet del baño de su casa a medianoche
lo llama poema se da el lujo el tupe qué arrogancia
la lima de uñas al lado del tecladito
los chicos no duermen
parece que nunca durmieran
escribe con las piernas abiertas
la bombachita rosa sobre sus muslos
y un chorrito de orina saliendo abrupto caliente sencillo
y lo llama poema
qué coraje qué valor mascarita vieja
cuando empezó a escribir ?
de grande nomás
cuando dejó de ser ama de casa
qué locura qué párvula lengua osa tocar el trono de los letrados
analfabeta escribe desde el bidet de su casa desde que marido abandona hogar
llama a esto poema, insubordinada
clama por los me gusta de sus adeptos seguidores
cuenta intimidades mientras se desprende silencioso un segundo chorrito de orín y su bombachita rosa cae ya sobre el mosaico frío del baño
mujer cuarentona escribe neófita
su poema no habla de rosas en los campos
ni de amaneceres en bosques
sencillamente porque en el bidet no crecen rosas
y sus hijos varones orinan fuera de la tabla
le dice poema la caradura a esto
blasfeman la lima de uñas el teclado el espejo
hasta el repasador sucio y grasoso que cuelga junto a la toalla de mano
graciosa cuenta sus avatares el desamor la olla sobre el fuego la cocina rota la persiana que cuelga
revela el don de su insania
dice que ya es hora
de subirse la bombachita rosa
que las mujeres poetas sensuales
se secarían con paño tibio sus entrepiernas
y ella cuarentona vieja impúdica solo solloza sobre el bidet y confunde orín con lágrima
y lo llama poema

Ceci Berro (inédito)





miércoles, 5 de octubre de 2016

VALERIA DE VITO

 Por qué el odio es un amor tan grande





*
Compré todo lo necesario para espiar
por las rendijas de las persianas.
El tiempo
vuelve y va como una mariposa
o un murciélago, golpeándose
la cabeza entre una y otra,
una
y otra rama
del árbol.
Espiar es un hecho finito,
Perderte no.

*
Recostados sobre la hierba
el pasto nos llena la boca de rocío;
el rocío es esencial,
lo
elemental
es el chicle,
pasarte el chicle con la boca
es
sentimental,
pero no quiero mentir.

Ahora
no
nos
pasamos el chicle
y esto
es un cliché
al que le temo.

Temo
caer
en los reclamos
que
ahora nos pasamos
como nos pasábamos el chicle
mientras
todo el rocío hacía
de vos:
           el pasto,
           el chicle,
           los clichés
           suavidad,
           amor,
           cantos,
           canciones sobre el pasto,
           mi canción elemental.

*
Llovía
cuando
estábamos juntos,
y juntos caminábamos
no sé adónde
o dónde
llovía,
no sé.

No sé
si escribo
para vos
o para mí;
por qué escribo
si sé
qué
me pasa.

Son muecas, gestos
partes de un todo
que se está yendo.

Lamento, lamento, lo lamento,
mientras un mosquito filoso
me pica el antebrazo
y paro de escribir para matarlo.

Quiero volver a verte
o empezar a verte,
a comprender
qué me pasa,
qué escribo,
para qué escribo.

¿Para nada
o para vos?

Quiero volver a verte
o renunciar
a verte,
a aceptar
qué pasa,
qué pasaba,
por qué el odio
es un amor tan grande
que se esparce por el cuerpo.


Valeria De Vito (1977)
De “Un ramillete de rocío” (El ojo del Mármol, 2016)

Publicó "Colección de fantasmas" (Editorial El Ojo del Mármol, 2014 / / reeditado por Ediciones 27 Pulqui en 2015)
Participó de las antologías "Veni Vidi Vici": 42 canciones de Madonna reinventadas en poesía, cuento y obra visual (2015) y  "Taco Aguja" (Cuentos de Terror, escritos por mujeres en Editorial Pelos de punta, 2015)
Dirige el Sello Editorial El Ojo del Mármol





lunes, 26 de septiembre de 2016

JULIETA PAOLONI

Me gustaría que todo sea de chocolate



TIENE QUE HABER UN NÚCLEO

Siento que adentro mío tiene que haber un núcleo
creo que es algo blando
como esas bolsitas de harina
que la gente agarra con manos nerviosas
y aprieta

también podría ser como un polígono
aunque no sé exactamente
qué es un polígono
pero suena como un núcleo interesante

me gustaría que todo sea de chocolate
menos mi núcleo
para no
comérmelo

también me gustaría que sea un lugar
al que se llega
como llego a la casa de mi abuela:
por recordar todas las esquinas

 Ante todo
una cosa de nada
simplísimo
como agarrar un diente de león
del patio
pedir un deseo
soplarle las pelusas
y que quede sólo el centro
quieto

ileso

visible


CELOFÁN AZUL

Pospuse la alarma dos veces en vez de tres.
 En contra de la costumbre,  me di una ducha a la mañana.
 Tendí la cama ligeramente mal y
ordené cuidando el pequeño desorden de quien pretende
 no dar importancia.
 Cambié el agua de las plantas.
 Preparé algunas trampas
(a ver si das cuenta de la leve diagonal
que ahora dibuja el sillón respecto del tele)
 Compré un desodorante de ambientes de “algodón”.
 Descolgué las bombachas del baño.
 Saqué las bolsas de basura y
 limpié las manchas pegadas que dejaron en el piso.
Fui a la verdulería, llené la heladera.
Compré yerba para el mate.

Besé la hora a las 16:16 pensando que pensabas en mí
 en lo que faltaba para salir de tu casa
 y encontrarme
        y no llegabas
 y  el abrazo
        y no llegabas
tuve todo listo media hora antes
         y no llegabas
empecé a caminar por la casa
          no llegabas
imaginé
           no llegabas

Hice la mímica con mis manos de agarrar el cariño y
envolverlo pacientemente con papel celofán azul.
 Lo puse sobre la mesa.
 Seguí caminando.
Inventé circuitos.
Los hice al derecho,
los hice al revés.
Puse música.
Se hizo media hora tarde
una hora
no llegaste.

El plan es el siguiente:
Voy a agarrar
romper mientras grito
el celofán azúl
llorar patalear
para poder otro día
repetir las tareas y
sonreír
cuando abra la puerta y estés.



TENGO GUARDADO

No te dije
pero tengo guardado
el estuche de tus lentes de contacto
que te dejaste alguna vez en mi mochila

No te dije
pero tenía pensado quedármelo
desde el principio
porque sabía

No te dije
pero sabía que un día
me ibas a perder
y que yo
iba a estar más lejos de perderte
a vos

porque tengo el estuche
de tus lentes de contacto
que tanto tiempo estuvieron pegados
a esos ojos tan lindos que tenías

que tenés

JULIETA PAOLONI
(poeta cordobesa, actualmente reside en Buenos Aires)




viernes, 23 de septiembre de 2016

BÁRBARA CASARO MATTEIO


Hoy revisé el celular 125 veces





A veces me baño en invierno con agua fría,
junto trocitos de jabón y armo uno,
cubro con espuma todas mis partes,
parezco un algodón blando.
Vuelco los cabellos debajo de la ducha,
como un palo de escoba, raquítica
con cerdas mojadas y despeinadas.
El agua corre por mi nuca
pesa como una mochila cargada de piedras.
A veces termino y no me seco.
Corro a la cama de papá y mamá
me enrollo entre sus abrigos.
La cama de una plaza, la de ellos extensa.
Aunque mojo los hilos del colchón
mamá no me reta, se recuesta junto a mí.
Me deja apoyar el desorden sobre su vientre pomposo,
y lloro.
Hay días en que quiero volver a dormir ahí.

*

Hoy revisé el celular 125 veces,
Me até el pelo con un rodete,
Entré  en la ducha pero no me bañé.
Cuando hablamos por teléfono,
le dije a mi madre que estaba bien
No le mentí,
lloré dos llantos menos  que la semana pasada.
Compré verduras en el almacén de la esquina,
hice sopa,
Lavé todos los platos, pero no las ollas.
Confundí pares de medias,
Una azul y la otra verde.
Me saqué una selfie,
Quise ser sexy,
mis seguidores se lo creyeron,
pinté mis piernas con crema antiestrías,
cubrí todas las marcas.
Revisé el celular por vez  126,
tus buenas noches no llegaron
Me cepillé los dientes,
La noche para mí recién empezó.

*

(quiero subir rápido)

Camino hasta el octavo piso
el ascensor no funciona
pero  subo las escaleras, y piso el mismo  puto escalón,
roto
y me caigo,
me rompo la rodilla
también la cabeza,
¿ya no estaba rota?
quizás desde los cinco años cuando me caí de la bici por primera vez
y mamá no me limpió la herida,
Me dijo: levántate, te falta por andar. Lo hice,
Con la rodilla en carne viva, pedaleé, lloré.
Después sentí mi cara fresca,
porque las lágrimas y el viento se amigaron.
Esa misma frescura quería sentir hoy,
Tirada en esas escaleras,
intenté reírme
con  el jean roto,
las llaves en el suelo,
la plata desparramada
con la herida de nuevo  en sangre,
en lugar de llamar a Emergencias
te llamé, a  ver si te esta vez venías a levantarme.

BÁRBARA CASARO MATTEIO

(reside en la provincia de Corrientes)



jueves, 22 de septiembre de 2016

Julián Vázquez


LOS OJOS DEL GATO

Se veía mansito, pero no. A todas partes donde iba mamá, la acompañaba. Si cruzaba a lo de Alcaraz a comprar carne, el gato la seguía, se quedaba afuera y esperaba. Incluso una vez entró al hospital con ella y no se dejó echar (tenía su genio, sí).
Se lo había regalado a mamá la señora Ferraz, nuestra vecina de al lado.
– Mi esposo no quiere gato ni perro por las gallinas- le explicó. Era evidente que habían discutido por eso, a juzgar por una marca redonda gris sobre el ojo de la mujer.
-Lo encontré esta mañana detrás de la agrotécnica. –siguió ella- ¡Una humareda! Se conoce que estaban quemando basura, y de repente escuché un maullido finito, finito.
(Poco tiempo después, la vecina iba a desaparecer. Su esposo diría que se había ido del pueblo, sin más detalles).
Arlequín, recién llegado, no pesaba ni un gramo. Lo levantabas con dos dedos por el aire. Te impresionaban esos ojos azules y el pelaje rojo, zaino. Daba lástima pensarlo abandonado, más por esa muesca triangular en la oreja izquierda, resumen de un piedrazo o de alguna pelea prematura. Por eso empezamos a quererlo mi hermano y yo: el pobre había nacido en la dificultad.
En casa, mi padre no se pronunció. (Por aquella época, pasaba poco tiempo con nosotros. Se iba, nunca decía adónde. A veces volvía a los dos, tres días, para almorzar o dormir la siesta, y mamá lo recibía seria, pero callada). Un animal más o menos no cambiaba las cosas, se perdía en el fondo entre los perros escuálidos, un par de conejos cagones y la tortuga de mi hermana, la mayor (que se fue una noche y nunca más se habló de ella). -¡Que no entre!- fue lo único que nos mandó. El abuelo, que vivía en la casilla de atrás, se acostumbró rápido a la compañía de Arlequín, y hasta le empezó a hablar y lo dejaba meterse con él cuando era crudo el frío.

Así pasaban las tardes, tranquilas. Hasta que en algún momento, nuestra vida se salió del camino y empezó a tambalearse, como borracha. La señora Ferraz ya no estaba en el barrio. Mamá se quedó sin su única amiga y empezó a sentir los dolores. El gato se puso raro, arisco, día tras día, mientras avanzaba el cáncer y mamá sufría sus últimos meses, entre dolores y morfina. Se quedaba junto a la cama de ella y amenazaba con los dientes al enfermero, al hijo de don Raúl, que venía todas las mañanas con su guardapolvo corto sobre unos jeas nevados. El tipo se reía de la violencia del gato con la carcajada falsa del que sabe que anuncia muerte en una casa.
A papá, por ese entonces, menos se lo veía. Cada tanto venía un rato y le daba un billete al Walter, para los gastos. -¿Tu madre?-preguntaba. Dijésemos lo que dijésemos, ponía la misma cara. -Cualquier cosa me buscan en el club- decía después. Pero su carácter era tan cruel como impreciso (tenía algo de esas nubes blancas que, de pronto, se descubren oscuras), así que sabíamos que mejor ni se nos ocurriera ir a buscarlo al club, si no queríamos que nos cagara a palo. Cuando se daba cuenta de que teníamos el gato al lado, se quejaba: -¡Saquen ese bicho al fondo, mierda!- El Walter fingía hacerle caso, lo llevaba a la cocina y cerraba, pero apenas se iba papá lo dejaba entrar de nuevo. Yo lo admiré por eso a mi hermano, y, como en todo, aprendí de él a mentir y a engañar.
Una tarde acompañé al enfermero a la puerta y escuché al abuelo que hablaba en la vereda con el señor Ferraz. Le había aparecido una gallina muerta, en el patio. El vecino siempre andaba de un lado para el otro con su escopeta flaca, y el pueblo sabía que tenía el tiro fácil. (De hecho, nadie creía que la mujer lo hubiese abandonado esa noche de tormenta; se hablaba de un tiro entre los ojos y de que el viejo la había enterrado ahí, entre los tomates. Uno de esos truenos no fue un trueno, decía papá guiñando divertido el ojo cuando quería explicar que algo no era lo que parecía, y así nos trasmitía, gota a gota, el sentido del humor del pueblo). Le conté al Walter. A ninguno de los dos se nos ocurrió que nuestro gato hubiese matado a esa gallina. Era un animal tranquilo, parecía.
Una tarde no la podíamos llevar hasta el baño a mamá, gritaba del dolor, entonces el Walter se puso nervioso, la sostuve, trajo una silla y la sentó. - ¡Andá a buscarlo!- gritó nervioso, y yo salí para el club como una flecha. Crucé por el terreno baldío, apenas me fijé si venía un auto por la San Martín y entré al salón, donde una nube de humo instalada sobre la gran mesa disimulaba el vicio del juego. - Tu viejo está muuuuy ocupado- me dijo uno, y todos se rieron a las carcajadas. Apurado por la imagen de mamá apenas sostenida en esa silla, corrí hasta el restorán del club y lo vi, junto a la barra del fondo, del brazo de la hermana del Braulio, el comisionista. Me detuve en seco. Quise que no me vieran.
- Che, nene. Vení.
Caminé hacia ellos con la cabeza baja. Uno siempre camina así, como agachado debajo de la voz del padre.
- ¿Pasa algo?- quiso saber.
La espié a la mujer sin animarme, y de repente dije:
- Nada. Es mamá…
- Te la presento a Cinthia- me cortó. Miré de arriba abajo a esa muchacha, que había sido compañera de mi hermana. Sin mostrar emoción la escudriñé, como si mis ojos fuesen los ojos del gato.
-¡No seás maleducado! Dale un beso.
Seguí quieto. La mujer se rio, entonces, como un pajarito.
- ¡Ay, pobrecito, es tímido!
- Andate- ordenó mi padre, avergonzado, y yo salí de ahí.
Estuve un rato en la vereda, sin animarme. No podía volver a ese cuarto a ver cómo mi madre era cortada al medio por Freddy Krueger. Me sentía un inútil. Entonces el gato saltó desde el paredón y me buscó. Se me refregó contra la pierna, lo acaricié y me sentí mejor. Le sujeté la cabeza y le saqué de entre los dientes los restos de una pluma viscosa, de un amarillo sucio.
- ¡Qué raro estás, Arlequín! ¿Qué te anda pasando?-le pregunté, acariciándole el lomo. En eso salió el Walter, tranquilo, y me vio.
- ¡Se quedó dormida!- dijo, con alivio.

Al gato lo notamos loco de veras desde que murió mamá, apenas volvimos del cementerio. Pero en el pueblo decir loco no es pavada; es lo mismo que decir diablo. Esa misma semana nos dimos cuenta de que Arlequín cruzaba al patio del vecino. La tapia estaba vieja, la mitad de los tablones podridos, así que era fácil pasar y meterse en el gallinero. Las bichas empezaban a chillar hasta que lo espantaban. Llegaba, sí, a matar algún pollito. El viejo Ferraz vino una mañana y le protestó a mi abuelo: Haga algo. ¡Si lo veo en mi patio, se lo mato!
Mi hermano Walter y yo lo queríamos a Arlequín, lo conocíamos desde cachorro y ya andaría por los seis años, así que estábamos desesperados con la amenaza. El abuelo, que al final nos quería, nos vio preocupados una merienda y nos dijo: Traiganlón. Lo agarramos, lo subimos a la rastrojera y el viejo manejó hasta bien lejos, dejó el camino de tierra y se metió por un claro entre los pastizales. Acá está bien, decidió, después de parar. Bajamos con el gato y esperamos a que se alejara unos metros. Cuando arrancó el motor, Arlequín estaba en el medio de un sendero y nos miraba. Qué habrá en la mirada de un gato es algo que nunca se va a entender. Así fue que lo abandonamos en el monte, a diez kilómetros del pueblo.
Por una semana estuvimos en paz. A Walter y a mí nos daba pena no verlo, una pena que se confundía con extrañar a mamá, recién enterrada. Los mayores decidían y uno tenía que aceptar. En nuestra casa, la única explicación que nos podía dar papá era un sopapo o una piña, depende de cuánto vino llevara encima.
Una noche, después de la cena, mientras estábamos en la sala con el mosquitero cerrado, escuchamos un ruido afuera y nos dimos cuenta de que estaba ahí. Yo mismo abrí y no supe si ponerme contento. El gato entró a la sala señorialmente. Llevaba entre los dientes el cuerpito triste, deshilachado, de un pollo. Nos miraba sin soltar su presa, sin moverse, como diciéndonos con sorna Soy un animal, qué esperaban. Papá y el abuelo se rieron al principio, pero nerviosos.
-Concha ‘e tu madre.-soltó el abuelo.
El Walter se le acercó, le quitó el animalito de la boca y lo acarició con disimulo, pero feliz. Los adultos hablaron de qué hacer. Ferraz les iba a reclamar, eso era seguro, y no había plata para soda, menos para pagarle los pollos muertos.
A la mañana siguiente, después del mate cocido, escuché voces afuera, así que salí al patio. Les costó agarrarlo, porque el animal se veía venir lo malo. Quedó un arañazo en la palma de mi abuelo durante meses, tres rayitas rojas como un arco iris. Fue una pelea entre los mayores y el bicho. Lo dejaron quieto de una patada y lo pudieron sujetar. Mi padre me vio, entonces.
- ¡Traeme una bolsa!
Me quedé quieto, enojado con Arlequín. ¿Por qué había vuelto, por qué no se había quedado en el monte?
- ¡Traeme o te rompo los dientes!
Fue en eso que el gato le dio el arañazo a mi abuelo, como una fiera, y él, dolorido, le machacó la cabeza fuerte contra el piso y le hizo sangre. Tomé coraje para volver a la cocina, saqué una de esas bolsas del almacén y se la llevé a papá, casi sin mirar. Pero se escuchaba el quejido de Arlequín. Lo levantaron y, entre insultos, porque estaban lidiando con el diablo, lo metieron en la bolsa y le dieron un nudo. Así nomás lo arrojaron al pozo. Se escuchó cómo se quebraba el agua, un golpe bestia, allá abajo, o no se escuchó pero me lo imagino, tantos años después.
Fui hasta la cama del Walter y lo desperté. Me temblaba el cuerpo. -¡Lo tiraron al pozo!- le conté. -Ah.- me respondió dormido. No sé si llegó a enterarse, porque nunca más hablamos de ese momento. Me acerqué a la ventana, que daba al fondo, y traté de oír. Se veía el cuadrado del pozo como una gran boca. No era hondo, tendría dos metros hasta el piso, pero subía un olor a azufre, o a lo que Walter y yo creíamos que era el olor del azufre. Habrá estado quejándose un tiempo el gato, cada vez más débil, hasta que por fin se ahogó. Me tapé con la sábana. Tenía doce años, me daba vergüenza llorar por algo así, pero me imaginaba cómo el gato maullaba y tragaba agua, con las uñas rompía el plástico de la bolsa y lograba salirse, arañaba las piedras queriendo subir, y era peor, más tragaba. ¿Por qué no fui con un balde a salvarlo? Eso pasa en la tele. En el pueblo, la muerte lo tiene fácil. Nadie salva a nadie.
Llegó la voz del almuerzo. En el baño, me sequé las lágrimas y me lavé con fuerza. Extrañamente, mientras el agua me enfriaba la cara creí que estaba creciendo, como si mis ojos llorosos fuesen los ojos de un niño y mis manos, restregándolos, las manos de una madre.
La novia de papá, que ahora la traía a casa, había hecho milanesas. Nos sentamos toda la familia, el Walter fue el último en venir, a comer en la sala. Comíamos en silencio, porque en el silencio se entierran todas las cosas y así se sigue adelante, en nuestra casa. Pero se ve que yo tenía algo en mi cara, en mi expresión. Los ojos del gato, me diría Walter después. Se te veían los ojos del gato.
-¿Te pasa algo?- preguntó papá. Eso alcanzaba, hasta entonces, para dejarnos congelados de terror, pero no me importó. Le respondí bajito, sin dejar de mirar mis cubiertos.
-Que lo cagaste al gato.
-¿Cómo?- Se notó sorprendido. Callate le escuché al Walter.
- ¡Que lo hiciste cagar al gato!- repetí, bien claro, pero con la vista baja. Papá se levantó caliente y se me tiró encima. Me agarró del brazo y me gritó:
-¿Qué pasa, lo andás extrañando?
La Cinthia, nuevita, pensó que podía traer el cambio a nuestra casa. Tranquilicensén llegó a decir.
-¿Lo andás extrañando al bicho de mierda ese?- Me hizo doler el brazo y me levantó de un tirón. Yo tenía miedo, pero era un miedo nuevo, distinto al de antes. Se cayeron la silla, el plato; los pedazos de carne volaron al piso. Me sacó al patio a los empujones y me obligó a acercarme al pozo.
- ¿Querés ir a visitarlo un ratito?
-¡Sí!- le grité. No me importaba nada. - ¡Borracho! ¡Hijo de puta!
Me agarró y me levantó por el aire. Dudaba, me pareció. Dudaba, sí, porque estaba torpe y medio tomado, pero al fin me dejó caer. Alcancé a sujetarme del borde, así que al menos no fui de cabeza. El costado del pozo me lastimó un brazo, me raspé la rodilla con una piedra y caí, caí y mi espalda fue golpeando contra la pared de ladrillo; por suerte, el agua de abajo alivianó el impacto, pero el cuerpo entero me ardía y me sonaban los oídos. Lo que más me sorprendió no fue el dolor. Fue la oscuridad. Caí los dos metros y me empapé de mierda, y enseguida busqué mirar arriba y vi que el día, la tarde, el verano, el mundo entero eran un cuadrado chiquito allá en lo alto, donde sonaba solamente la puteada de mi viejo.
- ¡Te quedás ahí hasta mañana o te quiebro todos los huesos, uno por uno!- le escuché.
Al rato, cuando las voces se fueron y me iba recuperando de las lastimaduras y el susto, hubo un silencio. Pensé que bien podía sentirme yo como el cuerpo de mi madre después del responso, en el cementerio. Al final, todo lo que más quería terminaba en el fondo, bien en el fondo de la tierra. Vi aparecer la cara del Walter arriba y me asusté.
- ¿Estás bien?- preguntó un par de veces.
Disimulé que lloraba y respondí, firme.
- Sí.
-¿Y Arlequín?
Sentí un terror urgente: debajo de mi cuerpo estaría el cadáver del gato. Tantée con las manos y con los pies y encontré una botella, una lata que me hizo un corte en la mano; un animal muerto y pequeño que sería… la levanté, sí, una rata, que solté asqueado; sangraba, pero no veía mi sangre… llevé el dedo a mi cara y sentí el calor, y un tufo que me dio ganas de vomitar. El gato tenía que estar vivo. A esa edad, para mí, la muerte era algo difícil, que llegaba lento, como un cáncer.
Me incorporé. De pie en el pozo, el agua me llegaba casi a la cintura. - ¡No está! ¡Arlequín no está!- grité, triunfante. Pero allá arriba tampoco estaba el Walter, no se veía más que el cielo del mediodía y unas hojas del árbol de mango. Empecé a llorar y a la vez me vino un pensamiento que no puedo ni siquiera hoy entender: ese sería el último llanto de mi vida. Estaba frío el pozo, y el olor era insoportable, y me quedaban por delante horas y el miedo entero de la noche, con sus alimañas. Pero todo ese sufrir, supe, era lo mejor que me podía pasar.
Esa noche solitaria descubrí una fuerza que tenía, que era terrible, que me hacía sentir en cierta forma un dios. Iba a salir del pozo a la mañana siguiente con una mirada distinta, lejos del niño, que se quedaría, para siempre, en aquel fondo sucio y aquel verano. Iba a esperar con paciencia un día tras otro, una tarde tras otra, años, tal vez, hasta ganar fuerzas y filo en el alma, hasta que mi alma fuese ese pozo mugriento y la bondad, un recorte de cielo chiquito, allá arriba. Y así, con la decisión que me diese el odio, asesinaría a mi padre sin sentir nada, clavaría un cuchillo en su cuerpo ebrio y miraría el arroyo mínimo de sangre bajando lento por su pecho, sin emoción. Vería apagarse su respiración de a poco, sin conmoverme, con mis nuevos ojos, tan inexplicables y lejanos como los ojos de un gato.


JULIÄN VÄZQUEZ

Inédito