LOS
OJOS DEL GATO
Se
veía mansito, pero no. A todas partes donde iba mamá, la acompañaba. Si cruzaba
a lo de Alcaraz a comprar carne, el gato la seguía, se quedaba afuera y
esperaba. Incluso una vez entró al hospital con ella y no se dejó echar (tenía
su genio, sí).
Se
lo había regalado a mamá la señora Ferraz, nuestra vecina de al lado.
–
Mi esposo no quiere gato ni perro por las gallinas- le explicó. Era evidente
que habían discutido por eso, a juzgar por una marca redonda gris sobre el ojo
de la mujer.
-Lo
encontré esta mañana detrás de la agrotécnica. –siguió ella- ¡Una humareda! Se
conoce que estaban quemando basura, y de repente escuché un maullido finito,
finito.
(Poco
tiempo después, la vecina iba a desaparecer. Su esposo diría que se había ido
del pueblo, sin más detalles).
Arlequín,
recién llegado, no pesaba ni un gramo. Lo levantabas con dos dedos por el aire.
Te impresionaban esos ojos azules y el pelaje rojo, zaino. Daba lástima
pensarlo abandonado, más por esa muesca triangular en la oreja izquierda,
resumen de un piedrazo o de alguna pelea prematura. Por eso empezamos a
quererlo mi hermano y yo: el pobre había nacido en la dificultad.
En
casa, mi padre no se pronunció. (Por aquella época, pasaba poco tiempo con
nosotros. Se iba, nunca decía adónde. A veces volvía a los dos, tres días, para
almorzar o dormir la siesta, y mamá lo recibía seria, pero callada). Un animal
más o menos no cambiaba las cosas, se perdía en el fondo entre los perros
escuálidos, un par de conejos cagones y la tortuga de mi hermana, la mayor (que
se fue una noche y nunca más se habló de ella). -¡Que no entre!- fue lo único
que nos mandó. El abuelo, que vivía en la casilla de atrás, se acostumbró
rápido a la compañía de Arlequín, y hasta le empezó a hablar y lo dejaba
meterse con él cuando era crudo el frío.
Así
pasaban las tardes, tranquilas. Hasta que en algún momento, nuestra vida se
salió del camino y empezó a tambalearse, como borracha. La señora Ferraz ya no
estaba en el barrio. Mamá se quedó sin su única amiga y empezó a sentir los
dolores. El gato se puso raro, arisco, día tras día, mientras avanzaba el
cáncer y mamá sufría sus últimos meses, entre dolores y morfina. Se quedaba
junto a la cama de ella y amenazaba con los dientes al enfermero, al hijo de
don Raúl, que venía todas las mañanas con su guardapolvo corto sobre unos jeas
nevados. El tipo se reía de la violencia del gato con la carcajada falsa del
que sabe que anuncia muerte en una casa.
A
papá, por ese entonces, menos se lo veía. Cada tanto venía un rato y le daba un
billete al Walter, para los gastos. -¿Tu madre?-preguntaba. Dijésemos lo que
dijésemos, ponía la misma cara. -Cualquier cosa me buscan en el club- decía
después. Pero su carácter era tan cruel como impreciso (tenía algo de esas
nubes blancas que, de pronto, se descubren oscuras), así que sabíamos que mejor
ni se nos ocurriera ir a buscarlo al club, si no queríamos que nos cagara a
palo. Cuando se daba cuenta de que teníamos el gato al lado, se quejaba: -¡Saquen
ese bicho al fondo, mierda!- El Walter fingía hacerle caso, lo llevaba a la
cocina y cerraba, pero apenas se iba papá lo dejaba entrar de nuevo. Yo lo
admiré por eso a mi hermano, y, como en todo, aprendí de él a mentir y a
engañar.
Una
tarde acompañé al enfermero a la puerta y escuché al abuelo que hablaba en la
vereda con el señor Ferraz. Le había aparecido una gallina muerta, en el patio.
El vecino siempre andaba de un lado para el otro con su escopeta flaca, y el
pueblo sabía que tenía el tiro fácil. (De hecho, nadie creía que la mujer lo
hubiese abandonado esa noche de tormenta; se hablaba de un tiro entre los ojos
y de que el viejo la había enterrado ahí, entre los tomates. Uno de esos
truenos no fue un trueno, decía papá guiñando divertido el ojo cuando quería
explicar que algo no era lo que parecía, y así nos trasmitía, gota a gota, el
sentido del humor del pueblo). Le conté al Walter. A ninguno de los dos se nos
ocurrió que nuestro gato hubiese matado a esa gallina. Era un animal tranquilo,
parecía.
Una
tarde no la podíamos llevar hasta el baño a mamá, gritaba del dolor, entonces
el Walter se puso nervioso, la sostuve, trajo una silla y la sentó. - ¡Andá a
buscarlo!- gritó nervioso, y yo salí para el club como una flecha. Crucé por el
terreno baldío, apenas me fijé si venía un auto por la San Martín y entré al
salón, donde una nube de humo instalada sobre la gran mesa disimulaba el vicio
del juego. - Tu viejo está muuuuy ocupado- me dijo uno, y todos se rieron a las
carcajadas. Apurado por la imagen de mamá apenas sostenida en esa silla, corrí
hasta el restorán del club y lo vi, junto a la barra del fondo, del brazo de la
hermana del Braulio, el comisionista. Me detuve en seco. Quise que no me
vieran.
-
Che, nene. Vení.
Caminé
hacia ellos con la cabeza baja. Uno siempre camina así, como agachado debajo de
la voz del padre.
-
¿Pasa algo?- quiso saber.
La
espié a la mujer sin animarme, y de repente dije:
-
Nada. Es mamá…
-
Te la presento a Cinthia- me cortó. Miré de arriba abajo a esa muchacha, que
había sido compañera de mi hermana. Sin mostrar emoción la escudriñé, como si
mis ojos fuesen los ojos del gato.
-¡No
seás maleducado! Dale un beso.
Seguí
quieto. La mujer se rio, entonces, como un pajarito.
-
¡Ay, pobrecito, es tímido!
-
Andate- ordenó mi padre, avergonzado, y yo salí de ahí.
Estuve
un rato en la vereda, sin animarme. No podía volver a ese cuarto a ver cómo mi
madre era cortada al medio por Freddy Krueger. Me sentía un inútil. Entonces el
gato saltó desde el paredón y me buscó. Se me refregó contra la pierna, lo
acaricié y me sentí mejor. Le sujeté la cabeza y le saqué de entre los dientes
los restos de una pluma viscosa, de un amarillo sucio.
-
¡Qué raro estás, Arlequín! ¿Qué te anda pasando?-le pregunté, acariciándole el
lomo. En eso salió el Walter, tranquilo, y me vio.
-
¡Se quedó dormida!- dijo, con alivio.
Al
gato lo notamos loco de veras desde que murió mamá, apenas volvimos del
cementerio. Pero en el pueblo decir loco no es pavada; es lo mismo que decir
diablo. Esa misma semana nos dimos cuenta de que Arlequín cruzaba al patio del
vecino. La tapia estaba vieja, la mitad de los tablones podridos, así que era
fácil pasar y meterse en el gallinero. Las bichas empezaban a chillar hasta que
lo espantaban. Llegaba, sí, a matar algún pollito. El viejo Ferraz vino una
mañana y le protestó a mi abuelo: Haga algo. ¡Si lo veo en mi patio, se lo
mato!
Mi
hermano Walter y yo lo queríamos a Arlequín, lo conocíamos desde cachorro y ya
andaría por los seis años, así que estábamos desesperados con la amenaza. El
abuelo, que al final nos quería, nos vio preocupados una merienda y nos dijo:
Traiganlón. Lo agarramos, lo subimos a la rastrojera y el viejo manejó hasta
bien lejos, dejó el camino de tierra y se metió por un claro entre los
pastizales. Acá está bien, decidió, después de parar. Bajamos con el gato y
esperamos a que se alejara unos metros. Cuando arrancó el motor, Arlequín
estaba en el medio de un sendero y nos miraba. Qué habrá en la mirada de un
gato es algo que nunca se va a entender. Así fue que lo abandonamos en el
monte, a diez kilómetros del pueblo.
Por
una semana estuvimos en paz. A Walter y a mí nos daba pena no verlo, una pena
que se confundía con extrañar a mamá, recién enterrada. Los mayores decidían y
uno tenía que aceptar. En nuestra casa, la única explicación que nos podía dar
papá era un sopapo o una piña, depende de cuánto vino llevara encima.
Una
noche, después de la cena, mientras estábamos en la sala con el mosquitero
cerrado, escuchamos un ruido afuera y nos dimos cuenta de que estaba ahí. Yo
mismo abrí y no supe si ponerme contento. El gato entró a la sala
señorialmente. Llevaba entre los dientes el cuerpito triste, deshilachado, de
un pollo. Nos miraba sin soltar su presa, sin moverse, como diciéndonos con
sorna Soy un animal, qué esperaban. Papá y el abuelo se rieron al principio,
pero nerviosos.
-Concha
‘e tu madre.-soltó el abuelo.
El
Walter se le acercó, le quitó el animalito de la boca y lo acarició con
disimulo, pero feliz. Los adultos hablaron de qué hacer. Ferraz les iba a
reclamar, eso era seguro, y no había plata para soda, menos para pagarle los
pollos muertos.
A
la mañana siguiente, después del mate cocido, escuché voces afuera, así que
salí al patio. Les costó agarrarlo, porque el animal se veía venir lo malo. Quedó
un arañazo en la palma de mi abuelo durante meses, tres rayitas rojas como un
arco iris. Fue una pelea entre los mayores y el bicho. Lo dejaron quieto de una
patada y lo pudieron sujetar. Mi padre me vio, entonces.
-
¡Traeme una bolsa!
Me
quedé quieto, enojado con Arlequín. ¿Por qué había vuelto, por qué no se había
quedado en el monte?
-
¡Traeme o te rompo los dientes!
Fue
en eso que el gato le dio el arañazo a mi abuelo, como una fiera, y él,
dolorido, le machacó la cabeza fuerte contra el piso y le hizo sangre. Tomé
coraje para volver a la cocina, saqué una de esas bolsas del almacén y se la
llevé a papá, casi sin mirar. Pero se escuchaba el quejido de Arlequín. Lo
levantaron y, entre insultos, porque estaban lidiando con el diablo, lo
metieron en la bolsa y le dieron un nudo. Así nomás lo arrojaron al pozo. Se
escuchó cómo se quebraba el agua, un golpe bestia, allá abajo, o no se escuchó
pero me lo imagino, tantos años después.
Fui
hasta la cama del Walter y lo desperté. Me temblaba el cuerpo. -¡Lo tiraron al
pozo!- le conté. -Ah.- me respondió dormido. No sé si llegó a enterarse, porque
nunca más hablamos de ese momento. Me acerqué a la ventana, que daba al fondo,
y traté de oír. Se veía el cuadrado del pozo como una gran boca. No era hondo,
tendría dos metros hasta el piso, pero subía un olor a azufre, o a lo que
Walter y yo creíamos que era el olor del azufre. Habrá estado quejándose un
tiempo el gato, cada vez más débil, hasta que por fin se ahogó. Me tapé con la
sábana. Tenía doce años, me daba vergüenza llorar por algo así, pero me
imaginaba cómo el gato maullaba y tragaba agua, con las uñas rompía el plástico
de la bolsa y lograba salirse, arañaba las piedras queriendo subir, y era peor,
más tragaba. ¿Por qué no fui con un balde a salvarlo? Eso pasa en la tele. En
el pueblo, la muerte lo tiene fácil. Nadie salva a nadie.
Llegó
la voz del almuerzo. En el baño, me sequé las lágrimas y me lavé con fuerza.
Extrañamente, mientras el agua me enfriaba la cara creí que estaba creciendo,
como si mis ojos llorosos fuesen los ojos de un niño y mis manos,
restregándolos, las manos de una madre.
La
novia de papá, que ahora la traía a casa, había hecho milanesas. Nos sentamos
toda la familia, el Walter fue el último en venir, a comer en la sala. Comíamos
en silencio, porque en el silencio se entierran todas las cosas y así se sigue
adelante, en nuestra casa. Pero se ve que yo tenía algo en mi cara, en mi
expresión. Los ojos del gato, me diría Walter después. Se te veían los ojos del
gato.
-¿Te
pasa algo?- preguntó papá. Eso alcanzaba, hasta entonces, para dejarnos
congelados de terror, pero no me importó. Le respondí bajito, sin dejar de
mirar mis cubiertos.
-Que
lo cagaste al gato.
-¿Cómo?-
Se notó sorprendido. Callate le escuché al Walter.
-
¡Que lo hiciste cagar al gato!- repetí, bien claro, pero con la vista baja.
Papá se levantó caliente y se me tiró encima. Me agarró del brazo y me gritó:
-¿Qué
pasa, lo andás extrañando?
La
Cinthia, nuevita, pensó que podía traer el cambio a nuestra casa.
Tranquilicensén llegó a decir.
-¿Lo
andás extrañando al bicho de mierda ese?- Me hizo doler el brazo y me levantó
de un tirón. Yo tenía miedo, pero era un miedo nuevo, distinto al de antes. Se
cayeron la silla, el plato; los pedazos de carne volaron al piso. Me sacó al
patio a los empujones y me obligó a acercarme al pozo.
-
¿Querés ir a visitarlo un ratito?
-¡Sí!-
le grité. No me importaba nada. - ¡Borracho! ¡Hijo de puta!
Me
agarró y me levantó por el aire. Dudaba, me pareció. Dudaba, sí, porque estaba
torpe y medio tomado, pero al fin me dejó caer. Alcancé a sujetarme del borde,
así que al menos no fui de cabeza. El costado del pozo me lastimó un brazo, me
raspé la rodilla con una piedra y caí, caí y mi espalda fue golpeando contra la
pared de ladrillo; por suerte, el agua de abajo alivianó el impacto, pero el
cuerpo entero me ardía y me sonaban los oídos. Lo que más me sorprendió no fue
el dolor. Fue la oscuridad. Caí los dos metros y me empapé de mierda, y
enseguida busqué mirar arriba y vi que el día, la tarde, el verano, el mundo
entero eran un cuadrado chiquito allá en lo alto, donde sonaba solamente la
puteada de mi viejo.
-
¡Te quedás ahí hasta mañana o te quiebro todos los huesos, uno por uno!- le
escuché.
Al
rato, cuando las voces se fueron y me iba recuperando de las lastimaduras y el
susto, hubo un silencio. Pensé que bien podía sentirme yo como el cuerpo de mi
madre después del responso, en el cementerio. Al final, todo lo que más quería
terminaba en el fondo, bien en el fondo de la tierra. Vi aparecer la cara del Walter
arriba y me asusté.
-
¿Estás bien?- preguntó un par de veces.
Disimulé
que lloraba y respondí, firme.
-
Sí.
-¿Y
Arlequín?
Sentí
un terror urgente: debajo de mi cuerpo estaría el cadáver del gato. Tantée con
las manos y con los pies y encontré una botella, una lata que me hizo un corte
en la mano; un animal muerto y pequeño que sería… la levanté, sí, una rata, que
solté asqueado; sangraba, pero no veía mi sangre… llevé el dedo a mi cara y
sentí el calor, y un tufo que me dio ganas de vomitar. El gato tenía que estar
vivo. A esa edad, para mí, la muerte era algo difícil, que llegaba lento, como
un cáncer.
Me
incorporé. De pie en el pozo, el agua me llegaba casi a la cintura. - ¡No está!
¡Arlequín no está!- grité, triunfante. Pero allá arriba tampoco estaba el
Walter, no se veía más que el cielo del mediodía y unas hojas del árbol de
mango. Empecé a llorar y a la vez me vino un pensamiento que no puedo ni
siquiera hoy entender: ese sería el último llanto de mi vida. Estaba frío el pozo,
y el olor era insoportable, y me quedaban por delante horas y el miedo entero
de la noche, con sus alimañas. Pero todo ese sufrir, supe, era lo mejor que me
podía pasar.
Esa
noche solitaria descubrí una fuerza que tenía, que era terrible, que me hacía
sentir en cierta forma un dios. Iba a salir del pozo a la mañana siguiente con
una mirada distinta, lejos del niño, que se quedaría, para siempre, en aquel
fondo sucio y aquel verano. Iba a esperar con paciencia un día tras otro, una
tarde tras otra, años, tal vez, hasta ganar fuerzas y filo en el alma, hasta
que mi alma fuese ese pozo mugriento y la bondad, un recorte de cielo chiquito,
allá arriba. Y así, con la decisión que me diese el odio, asesinaría a mi padre
sin sentir nada, clavaría un cuchillo en su cuerpo ebrio y miraría el arroyo
mínimo de sangre bajando lento por su pecho, sin emoción. Vería apagarse su
respiración de a poco, sin conmoverme, con mis nuevos ojos, tan inexplicables y
lejanos como los ojos de un gato.
JULIÄN VÄZQUEZ
Inédito
EXCELENTE !!! Los que me conocen saben que no soy de desparramar elogios despreocupadamente. Tu cuento es cautivante desde el principio hasta el final : está escrito con la simpleza y la profundidad de alguien que tiene, realmente, algo que decir. FELICITACIONES, Julián ! Percibo en vos el placer y la necesidad de escribir, lo mismo que sentí al leer tu relato : un gran placer y una irresistible necesidad de continuar leyéndolo hasta su conclusión. BRAVO !!!
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado, Verónica. Vos resumiste bien lo que me motivó: placer y necesidad.
ResponderEliminarSaludos.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar"Extrañamente, mientras el agua me enfriaba la cara creí que estaba creciendo, como si mis ojos llorosos fuesen los ojos de un niño y mis manos, restregándolos, las manos de una madre." Cuánta poesía que hay dentro del cuento, muy bueno! Lo disfruté mucho
ResponderEliminarEstá buenísimo el cuento, y qué final, Julián, el último párrafo es perfecto!!
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