Texto leído en la presentación del libro
“A dónde vas con este frío” de Osvaldo Bossi, editado por El ojo del Mármol
Por Ivana Romero
Dos chicos se comunican con unos woki
toki hechos con latas de conserva. Y un hilo de barrilete. El protagonista del
cuento relata esa invención casera como si se tratase de un objeto sofisticado
llegado de otro mundo. Y quizás, algo de eso haya. Dice: “Cuando estuvieron
listos, Tony me dio una de las latitas y me mandó hasta su cuarto en la planta
baja. Lo hice. Bajé por las escaleras de la terraza arrastrando el hilo detrás
de mí. Me puse la latita de conserva en el oído y enseguida se escuchó un
zumbido. Y ahí nomás, la voz de Tony sonando como un pajarito”. Esos chicos
pueden ahora escucharse aunque estén lejos, aunque se muden de barrio o de
planeta. Tienen latas, tienen un hilito.
Cosas así ocurren en “A dónde vas con
este frío”, el precioso libro de Osvaldo Bossi que hoy nos trajo acá. Que es,
además, su primer libro de cuentos.
Me refiero a eso, a que los escenarios
de este libro son un barrio habitado por costureras y obreros, por gente que
sale a tomar fresco a la vereda, por casas bajas, por baldíos que pueden ser
lugares secretos y también, esconder el espanto. Pero el barrio (y
específicamente, la casa materna) son la plataforma de despegue para investigar
otros mundos. Osvaldo, Os o Capitán (así se va llamando el niño que relata
todos estos cuentos en primera persona) hace del universo entero su plataforma
de despegue.
Pero empecemos por las zonas más
cercanas. Por ejemplo, por un pueblo donde Os tiene que ir cuando muere su
abuela, acompañado por una mamá que elige un vestido insólitamente anaranjado,
festivo, tan alejado de la formalidad del luto. Y sin embargo, ese hijo le dice
que le queda bien. Porque realmente la ve hermosa. Y porque su madre, que lo
cría sola, es su primera casa.
Esta escena es parte de “Hola, soy yo”. En
ese cuento ocurren, al menos, dos cosas extrañas. Las dos son íntimas pero una
desborda hacia adentro y otra, desborda hacia afuera. La que desborda hacia
adentro es el encuentro inesperado con un padre ausente, que aparece de
improviso en la escena. El padre fuma con otra chica, el padre lo ve, el padre
no lo mira. Lo que desborda hacia afuera es el llanto frente al ataúd de su
abuela. Y la escena también se desborda, se inunda y esa abuela casi está a
punto de salir flotando.
Aquí me permito una pequeña digresión.
Osvaldo se crió en el conurbano y yo me crié en un pueblo al sur de Santa Fe.
Los dos venimos de los bordes, de la periferia. Cerca del pueblo donde yo vivía
había una laguna, la laguna Melincué. Decían que estaba maldita, que los indios
echaron maldición sobre los españoles para que no pudieran poblar ese suelo
nunca. Lo cierto es que la laguna se inundó y se desbordó a cada rato, por
décadas. El agua llegaba al pueblo, incluso al cementerio. Así, los cajones
salían flotando, seguían el curso del agua que anegaba las calles, como
insólitos paseantes de domingo.
Cuando estas cosas ocurren, cuando lo
fantástico irrumpe en lo cotidiano, el lugar común evoca a García Márquez. Todo
bien con Gabo, pero prefiero citar aquí voces menos canónicas, más desplazadas.
Estos cuentos tienen que ver, creo, con el delirio festivo de Felisberto
Hernández, con las niñas alucinadas de Silvina Ocampo (que también pueden ser
niños porque son niñas que juegan más allá de las convenciones), con los chicos
que aman otros chicos tan secretamente en un pueblo como lo contó Puig. Con la
gente que sale volando como aquellos poemas de Sydney West que alguna vez
escribió Gelman.
Los cuentos de “A dónde vas con este
frío” tienen que ver, para mí, caprichosamente, con todo eso. Pero Osvaldo
incluyó dos epígrafes que también pueden ser claves de lectura. Uno es del
poeta italiano Umberto Saba, cuyo hilito woki toki lo liga a Sandro Penna y a
Pavese, autores que Osvaldo ama. Y también allí está Raúl Gómez Jattin, quien
dijo “en tus palabras está contenido el Más Allá del Amor y su sueño”. Esa
también es una buena frase para definir este libro.
En estos cuentos caben, dije, otros
mundos. Un mundo donde hay una luna roja, que recuerda a esos relatos de Ray
Bradbury, otro niño solitario de Ohio. Un mundo donde debe vivir un niñito
amigo de Osvaldo, que tiene una rara enfermedad: sólo tolera el frío. Es rico
pero vive aislado en una casa donde siempre está prendido el aire
acondicionado. Y donde se las arreglan para hacerle caer nieve por la ventana
siempre. Así se hace la ilusión de un invierno eterno, de que las estaciones no
existen, de que el tiempo no pasa. La infancia puede seguir siempre congelada
ahí. En estos cuentos, además de poesía, hay una línea subterránea que también
habla de un origen de clase donde las diferencias son evidentes y hasta
crueles. Pero como dice María Teresa Andruetto en el prólogo, la mirada aquí es
sobre todo candorosa: no omite lo evidente pero tampoco se queda en ese borde.
Un niño puede ser pobre, sí. Pero lo salva su curiosidad, su imaginación. Lo
salva el amor. Lo salva la amistad. Esas son sus herramientas para ir a
explorar otros terrenos.
Osvaldo-Os-Capitán es un niño. Dulce y a
veces anticuado, sigue considerando de buen gusto presentarse en la casa de un
amigo con un pequeño objeto como forma de agasajo, como se hacía antes. Un niño
que sabe de su apariencia seria con esos anteojos de aumento, los mismos que ya
traía en su novela anterior “Yo soy aquel”, cuando además le decían
“Cuatrochi”.
Osvaldo no investiga nada del mundo en
soledad. O sí, comprende rápidamente que la vida se abre como un terreno
solitario. Pero él tiene su woki toki para comunicarse con su amigo. Él tiene
el corazón como arma secreta, como inefable obsequio que a veces regala porque
sí, porque el mundo puede ser un lugar solitario pero él es un niño que cree en
el mundo. Y que sobre todo, cree en sus amigos.
El gran componente de este libro no son
sólo los territorios: son los otros, esos amigos a los que Osvaldo niño ama con
profunda libertad e inocencia; a veces, con deseo arrebatado. Esos niños que le
cuentan sus sueños, le leen sus cuentos porque la maestra dice que él escribe
bien.
El gran componente de este libro el
amor. Casi me atrevo a decir, que es tema de sus otros libros de narrativa, “Yo
soy aquel” y “Adoro” y de su obra entera.
Me refiero también a la entrega flamígera,
sin medida y sin fisura, de la cual Osvaldo no abjuró nunca. Ni siquiera en
aquellos durísimos noventa donde estuvo mucho tiempo en cama, enfermo, mientras
afuera la gente arrojaba piedras o se recluía en la indiferencia y el cinismo.
Aún entonces, para Osvaldo el amor era estandarte, bandera en alto. Yo pensaba
en eso mientras volvía a repasar unos poemas de “Tres”, un libro suyo de esa
época que acaba de ser reeditado. Ahí escribe, casi como ars poética: “Sublime
es el reposo de quien / dejó caer el peso de un terrible deseo / sobre el más
fuerte; ese / que tuerce el curso de los ríos / y hace del agua estancada una
fuente / donde él se detendrá, se detendrá / una sola vez / una sola vez”.
Paula Jiménez España, que escribió el
epílogo, advierte que aquí aparecen niños y muchachos adultos. El arquetipo del
“muchacho”, dice Paula, muestra alternativamente dos cosas: es el salvador y es
también el que utiliza la fuerza para someter y oprimir. Aquí –como en el poema
de Osvaldo- se libera el deseo del más fuerte. Un deseo que puede ser animal,
violento y dañino. Pero siempre alguien le hace frente, siempre alguien aparece
para proteger al más vulnerable.
Pienso también en la dimensión
salvadora. En el primer cuento “Pájaro loco”, un chico llamado Emiliano es el
inventor de otros mundos. Y se las arregla para que este mundo se distorsione,
se vuelva extraño. Asegura por ejemplo, que puede viajar instantáneamente a una
playa y la playa es verdadera, tangible, porque levanta un puñado de arena y la
deja caer con sus manos. ¿Qué es la poesía sino la palabra que muestra el revés
del mundo, su zona secreta, ese espacio invisible que tiembla en lo cotidiano,
esa intemperie a la que el poeta se abandona porque sabe que es el único modo
de volver con las manos algo menos vacías? Pues bien, en estos cuentos hay
poesía por doquier. La poesía no sólo es un asunto formal de cortes de versos y
encabalgamientos sorprendentes. A veces la poesía es silencio y asombro. En ese
sentido, éste también es un libro de poesía. (Y agrego un paréntesis muy
caprichoso: a veces la poesía no está allí donde se la espera, no está en los
libros sino en la voz de quien canta y de quien se la apropia. Así que, Bob
Dylan, poesía eres tú).
Pero no me quiero dispersar antes de
señalar algo sobre el arquetipo de un muchacho como forma del amor. Emiliano
niño, en el cuento al que aludía recién, puede convertirse en Emiliano adulto.
Y cuando sea adulto será libre de irse a vivir con quien soñó, Pablo, y serán
felices y le mandarán a Osvaldo postales desde el campo donde viven juntos. Y
Emiliano querrá saber si Osvaldo sigue escribiendo porque Osvaldo siempre
escribe.
Uno de los personajes de este libro vive
en una casita pobre, casi abandonada. En su habitación tiene una cama pequeña
donde Osvaldo y él se abrazan por las noches. Construyen un paraíso secreto,
precario, propio. Osvaldo huye al amanecer a su casa, como una Cenicienta que
guarda en su bolsillo un zapato de cristal, un talismán, una contraseña que le
sirva para volver. El chico tiene en su habitación un banquito con un libro de
poesía y una cajita de música. Es apenas un detalle pero cuando lo leí, no pude
olvidar ese detalle.
Y es que Osvaldo-Os-Capitán, se ocupa de
escuchar las musiquitas, los sonidos y los silencios del mundo. No lo hace con
instrumentos sofisticados: usa latas de conserva que sean como woki tokis. Es
toda una decisión. Me refiero a la elección de usar, entre todas las palabras,
aquellas más sutiles, aquellas más simples. Las palabras se abren para que
Osvaldo-Os-Capitán, siga indagando esa tierra, ese revés del cielo.
Este libro está dedicado a sus amigos de
entonces, de cuando era chico. Y también, a sus amigos de ahora, que, dice
Osvaldo “son como niños”. Muchos de estos amigos vinieron a través de la
poesía, de los talleres que coordina, de esas voces que él acompaña para que
encuentren su rumbo, para que puedan latir con el oído puesto en la tierra y en
el cielo a la vez.
Soy parte de la gente a quien Osvaldo
ayudó a encontrar una voz propia. Hay en ese gesto un amor que agradezco.
Porque el amor es todo lo que tenemos. Porque la palabra es todo lo que
tenemos. Porque el amor y las palabras nos ayudan a estar en el mundo, a
escucharlo, a no perdernos en medio del frío.
No siempre sabemos hacia dónde vamos en
medio de estos días gélidos a pesar de la primavera, donde vuelve a haber hambre,
donde vuelve a haber tristeza. Aunque, como vimos hace poco, también hay voces
en la calle. Las voces de los silenciados y sobre todo, las voces de las
silenciadas.
Estos cuentos de Osvaldo nos recuerdan
que si nos perdemos, debemos prestar atención a la voz de los niños y las niñas
que fuimos. Allí, invariablemente, se encuentra la verdad, el origen, lo mejor
de nosotros. Esa voz es la que nos traerá siempre de vuelta a casa. Una casa
donde nos encontramos con otros que, por suerte, se nos parecen. Todos niños,
dispuestos a darnos calor y cobijo. Nos celebramos y volvemos a jugar, para que
no nos arrebaten ni el amor ni el asombro, que son nuestra casa y también,
nuestra trinchera.
La poesía es nuestro modo de tirar del
hilo de barrilete que haga del mundo, un mejor lugar. El amor nos sostiene. La
amistad nos sostiene. Estos cuentos nos recuerdan nuestro origen común que es a
veces luminoso y a veces oscuro. Para que sigamos caminando, mirando las
estrellas, escribiendo. Para amar y ser amados. Para que no olvidemos.
Muchas gracias.
Buenos Aires, 22 de octubre de 2016.-
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