sábado, 30 de julio de 2016

Sobre "Devoción y proteínas" de Juan Cristóbal Miranda


REGIÓN DE FUGA


Sobre el libro Devoción y proteínas, de Juan Cristóbal Miranda 
(El ojo del mármol, 2016)


Casi toda la poesía habla, de un modo u otro, del paso del tiempo y de las cosas que se pierden con él. De ahí que todo poema sea, necesariamente, el deseo de construir una jaula para atrapar, por un instante siquiera, el instante que huye. Pero son raros los poetas que hacen de esa huida un hallazgo, de esa fuga un retrato y una forma de vida. Me refiero a la huida de nosotros mismos, el temor de ser atrapados y encerrados en una identidad determinada. Entre nosotros, se me ocurren ahora dos ejemplos excepcionales: Amelia Biagioni y Héctor Viel temperley. La primera, subida desde siempre en esa región de fuga que es el poema, como a la cola de un cometa, y el segundo, con esa misa que, nos dice, está en él y a la que nunca puede llegar. En ambos, un movimiento del cuerpo (lo que menos conocemos) que pone en éxtasis el poema. Aunque sea un éxtasis negativo.   

Siguiendo esta tradición de nómades, al que podríamos sumar tantos nombres, la poesía de Juan Cristóbal Miranda parece nutrirse de esas fuerzas espiraladas que, cuando más se acercan, más se alejan de cualquier pretensión de centro o de verdad. Como si no hubiera centro, o en todo caso estuviera desperdigado, multiplicado en incontables facetas. Y sobre todo no hay yo -ese fastiio, esa tiranía con que nos regodeamos o nos castigamos a veces. Más bien, hay dos orillas posibles e imposibles, resumidas, si no me equivoco, en el título del libro: Devoción y proteínas. Dios y el gimnasio, el mundo abstracto y el mundo material, el padre y la madre, la noche y el día, el sexo sin amor y el amor sin sexo, y todo un ejército de dualidades que mantienen en vilo una realidad  que, de otra forma, se derrumbaría.   

Cuando todo a nuestro alrededor parece intimarnos a elegir un lugar, una frontera, los poemas de este libro parecen refugiarse en una falta de fe, y una desconfianza, que es una manera de retrasar los acontecimientos. O mejor aun, una forma de suspender el tiempo y leer en su tela de araña un tejido de sombras y  contradicciones.  

Hay un poema que se llama El silencio, y que de alguna manera nos da un indicio de ese chirrido, o pequeño gemido (a la manera de Perlongher) que a veces se despierta en el fondo de nosotros. Dice asI: “Cuando me quedo solo / la casa se calla /los pájaros se duermen/ y yo de a poco / vuelvo a escuchar ese sonido / una nota filosa y apagada / que como un frío meridiano/  me atraviesa por dentro”.  Esa “nota filosa y apagada” es la que atraviesa cada uno de estos poemas, con su región diurna y su región nocturna, en una danza que demora el sentido y el desenlace.

Sin embargo, esta tensión rara vez se resuelve en epifanía, por lo general es un es un gemir  penumbroso, que al mismo tiempo que busca la luz, huye de ella. Como si toda negativa fuera una afirmación, un goce por atrás o al revés. Por ejemplo, escribe una serie de poemas “religiosos” donde la belleza del cuerpo profanado brilla con toda su inocencia. Quisiera leerles uno de ellos, para que entiendan de lo que hablo. Se llama Bautismo y dice así: “Recuéstame y lávame los pies / ensúciame un poco más / con tu mano solitaria. // Necesito volver a sentir / el agua que corre / la furia de la sangre / el barro escurriéndose entre tus piernas. / Ya estamos solos / disfrutemos entonces / de esta apacible condena / el milagro de habernos encontrado / justo cuando la gracia del Señor / nos abandona.” 

¿Se dan cuenta? Ni un minuto antes ni un minuto después, sino en el momento justo, cuando el cuerpo aparece y el alma se esfuma. Como un joven Hamlet, interrogándose por el ser o no ser, la cuestión de Cristóbal Miranda se mueve alrededor de una fe que reúna los opuestos, el sí y el no, el ahora y el para siempre, el hombre y la mujer, la condena y la salvación. En esa línea indecisa (sólo ahí, por un segundo) el cuerpo se encuentra a sí mismo y se desvanece.  

Pienso en los Textos de sombra, de Pizarnik. Pienso en La morada imposible de Susana Thenón, en ese tenebroso contrapunto de voces, entre la niña buena y la bruja malvada. Caperucita Roja y el Lobo? Puede ser. Lo único cierto es que de ese hechizo, de esa brujería que dice: “Como no hay yo, a partir de ahora serás nadie y serás todos” nace este primer y extraño libro de Juan Cristóbal Miranda. De Cristóbal, de Cris… Libro hecho de materiales píos e impíos, con una voz tranquila, deliberadamente monótona y sin ostentación. De fondo, encerrada -como en los cuentos de Poe- otra voz clama por dejarse oír y decir otra cosa. Por favor, acerquen sus oídos a cada una de estas palabras. Lo que dice es tan deslumbrante como lo que no dice. Deslumbrante y un poco aterrador, me temo. Bueno, solo eso. Después no digan que no los advertí.    


Osvaldo Bossi
Julio e 2016

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