domingo, 27 de noviembre de 2016

El rayo verde, noviembre


EL rayo verde
texto leído durante la presentación






Cada época, mejor dicho, cada poeta, arma su propia tradición de lecturas imprescindibles. Todas geniales y todas arbitrarias. El otro día, por ejemplo, en uno de los talleres de poesía, leímos los hermosos poemas de Leónidas Escudero, y otra vez volvió a pasar algo increíble. Los chicos y chicas del taller, después de leerlo, no paraban de maravillarse. Uno de ellos, inclusive, en un momento determinado, creo que de éxtasis, exclamó: Qué felicidad!  Nos reímos, compartimos esa impresión y tratamos de aclararla, agregando otros comentarios. Pero la felicidad era imbatible. Escudero, poeta de San Juan que vivió 95 años, y que comenzó a escribir y publicar tardíamente, llegaba al corazón de un muchachito de veintipico. Es decir, el comienzo y el fin se tocaban, se alcanzaban de alguna manera misteriosa. Y si eso que los unía no era la poesía, entonces qué. Hablo de Escudero, porque es mi maestro indeclinable (hay otros, aunque estén en las antípodas, como Borges), si bien yo no lo conocí personalmente. De él, cada vez que lo leo, aprendo algo de la poesía y de la vida, que no están tan separadas como se piensa. Algo que de otra forma se me hubiera olvidado o nunca lo descubriría. Cada poeta, entonces, arma y “ama” una tradición, una manera de entender la literatura, y la poesía en particular. Nuestra poesía vernácula está llena de glorias. Desde Alfonsina Storni a Estela Figeroa, pasando por Gelman, Amelia Biagioni, Juanele Oritiz, Diana Bellessi, Juana Bignozzi, Arturo Carrera, Hugo Padelletti, Perlongher, Francisco Madariaga, Olga Orozco y Alejandra Pizarnik. Y tantos otros y otras, por suerte. Cada uno con su manera de acercarse a la poesía, y por ende, de construir un mundo hecho a su imagen y semejanza. Lo mismo ocurre con la poesía escrita por los más jóvenes, esquiva a veces y siempre imprescindible, que nos llega través de blogs y plaquettes, o de pequeñas editoriales independientes, que son la sal de la vida, y si no de la vida, de la poesía que se escribe actualmente. Este ciclo de lecturas, El rayo verde, que viene convocándolos, en la medida de sus posibilidades, desde hace cuatro años ya, trata de reunir esas voces secretas y no tan secretas, a veces consagradas, no para construir una preeminencia sino para que, al encontrarse, al encontrarnos, algo pase. El ciclo de lecturas no como un lugar de exhibición y una pasarela, sino como el lugar donde los poetas y los escritores de una época determinada ponen a prueba sus textos y aprenden, aprendemos todo el tiempo, como si fuera un gran taller, un gran laboratorio de lectura y escritura. Imagínense si esta noche leyeran Amelia Biagioni (aunque era un poco fóbica) y un poeta que acaba de publicar su primer libro. Cuánto aprenderían el uno del otro, y cuánto aprenderíamos todos. Y de ese aprendizaje se desprendería, como dije al principio, cierto estado de felicidad. Yo sé que la palabra felicidad tiene mala prensa, y que lo oscuro suele ser mejor visto. Pero bueno, hablemos entonces de la felicidad de lo oscuro, ese oxímoron, uno de los tantos a los que nos tiene acostumbrados la poesía, como un encuentro inesperado que se repite. Como esta noche, donde, una vez más, jóvenes y no tan jóvenes, escritores consagrados y aquellos que recién empiezan, vuelven a encontrarse bajo el contagioso resplandor de este rayo verde que, como en la novela de Verne, es un rayo y es una metáfora de otra cosa. La poesía, la literatura, como una forma de felicidad. Ojalá lo disfruten. Y ojalá que el cariño y la amistad de los poetas, puedan contra cualquier agente de destrucción, que existe, y que no está entre los poetas seguramente. Muchas gracias!

Osvaldo Bossi


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