martes, 24 de abril de 2018

Cumbia y religión, Guido M. Delía



Vengo de bailar una cumbia y estoy en éxtasis

La otra tarde, el muchacho de la carnicería, en Burzaco, mientras ponía unas tiritas de asado en la balanza, me explicaba, muy amablemente, para que yo comprendiera: 

--Todo lo que usted diga señor, pero si uno es pobre, tiene que creer en algo. Si no, la malaria es completa. Además de techo, trabajo y comida, te falta amor. No, señor. El ateísmo es para los ricos o para las personas instruidas. Para las personas que tienen dónde apoyarse. Una cama limpia, gas natural. Una canilla en la cocina y otra en el baño. Una heladera, y adentro de la heladera, comida. Pan y trabajo, señor. Si tengo eso, no digo mucho, sólo eso, no necesito de ningún Dios. Me las arreglo de alguna manera. Pienso y luego existo, decía el filófoso.  Sólo que mi único pensamiento es cómo voy a rebuscármela mañana. Diga que, por suerte, está Dios, y están los emisarios de Dios en la Tierra. Está el gauchito Gil, por ejemplo,  siempre al pie del cañón, re piola, y está San Expedito que, como su nombre lo indica, anda a los pedos ocupándose, con su carrito alado, de las causas urgentes. Y está la cumbia, señor. Que sería de nosotros sin la cumbia. Qué sería de nosotros sin un Alcides o sin los Wawankó. No quiero ni pensarlo. Sin Dios y sin cumbia sería la desgracia completa. En cambio, yo prendo el equipo y ahí están, aturdiendo la oscuridad, moviendo las cachas. Qué alegría. Cumbia y religión, ¿puede haber en el mundo una mejor combinación que esa? Para los tristes, para los desesperados. Para los que lo perdieron todo o están por perderlo, no importa. Por un ratito, al menos, lo que dura un relámpago, ahí está Yerba Brava, y Lía Crucet, y Los Charros, y Gilda, y están Los Palmeras. Una lamparita cuelga a la entrada del rancherío, enseguida corremos la mesa, las sillas, y sobre el patio de tierra apisonada o de cemento, largamos todo y nos ponemos a bailar. Qué bonita está la noche, radiante como ninguna. Y el vino, que es la sangre de Dios.

--O una cervecita bien fría, que es la sangre de Dios también --agrega mi compadre, sonriente.

--Cumbia y religión –repite el muchacho de la carnicería--, que no es, como algunos andan diciendo por ahí, el opio de los pueblos. No, señor. Es la alegría de los pueblos, y es una forma de rebelión también. Contra los opresores, que muchas veces tienen nombre y apellido, y a veces es solamente la vida, con su malaria. ¿De qué se ríen estos negritos muertos de hambre?, dice el opresor de turno.

Y mi compadre, que siempre hace chistes, se pone a cantar, la voz aflautada, como un auténtico cumbianchero:  “Yo tomo licor / Yo tomo cerveza  / Y me gustan las chicas. / La cumbia me divierte y me excita. / Salgo a caminar / Recorro boliches / Me pierdo en las noches / Vivimos cosas buenas, junto a mis amigos.”

Al escucharlo, el muchacho de la carnicería y yo nos reímos de buena gana.

--Qué sabe esa gilada --sigue el muchacho--. Cumbia y religión para los pobres. Un dios piola que haga más amable esta vida. Y cuando digo pobres, estoy hablando de lo que nada tenemos. De los que andamos de un lado para el otro, solitos, borrachines, sin encajar en ninguna parte.

--En la noche me la paso divirtiéndome / En la noche me la paso delirándome --canta mi compadre. La voz pastosa, un poco de este lado y un poco del otro. Como los poemas de Guido, Guido M. Delía, pienso inmediatamente. Sus poemas, que no encajan en ningún lugar. Cumbia y religión, así se llama éste, su primer libro, que no se parece a nada y que no entra en ninguno de los prestigiosos anaqueles de la joven poesía argentina. Ni poesía chabona, ni realismo sucio. No. Todo lo contrario. Con los materiales más sencillos y más nobles (la soledad, el deseo de amor, el miedo, o el miedo, el deseo de amor, la soledad, en el orden que quieran) este libro se anima a contar los días y las noches de un chico que, por alguna razón, se quedó afuera de todo. Clase media, más o menos acomodada, y sin embargo afuera de todo, él también, como los pibes de Burzaco o de Gonzalo Catán. Pienso en Alda Merini y en sus amigos del manicomio, la única gente en la que ella creía, en la misa de esos poemas que, a pura cumbia, derriban cada noche las murallas de Jericó. Desde ese lugar político, social, desde esa expulsión, se viven y se escriben estos poemas de Guido, que, si bien no asaltan un supermercado, ponen una pequeña bomba en nuestras vidas refinadas, burguesas. Poemas que tardaron en salir a la luz, pero al hacerlo, son una prueba de resistencia. Cuando Guido entró al taller de poesía, hace ya muchos años, parecía que no iba a salir nunca de ese encierro, y que si queríamos entrar, íbamos a tener que ser pacientes. El mismo lo fue. El mismo, paso a paso, fue tirando abajo los muros que lo rodeaban, y un día, sin que nada lo predijera, los poemas, estos poemas, aparecieron. Uno detrás del otro, uno más hermoso que el otro. La poesía, como la gota que horada la piedra. El amor de los amigos, como un aullido que, tarde o temprano, rompe las barreras del propio  encierro y se deja escuchar. Cada poema, una postal de guerra. Una postal de amor. No sé de dónde salieron. En ellos, casi siempre la anécdota está presente, como para que nos situemos en algún lugar, en un momento determinado. Pero no son el sostén del poema, no, sino el escenario, un poco fantasmal, donde la voz se desplaza, donde la voz nos deja entrever, de alguna manera, su soledad, la amarga y dulce soledad de los pibes a la noche y en cualquier esquina. Pero también esos momentos de honda camaradería, donde la voz de eso otro. desconocido, se deja oír. Como en este poema, llamado Cuanta gente tiene miedo, que abre el libro y dice así:

Yo soy el primero en decidir lo que soy:
un pasajero que no entiende las normas
que me impone este lugar. Siempre en la vereda
siempre en la columna apoyado. Siempre entre vecinos
que tampoco entienden. Siempre con la cerveza
en encuentros nocturnos. Siempre alzando la voz
en la noche. Siempre con el dolor en mi pecho.
Siempre en un círculo al que no puedo romper.
Siempre jugando a que la vida no mata.
Siempre con el llanto de la distancia
que calma un cielo ausente. Siempre con miedo.

Más que el relato limpio, el canto. Más que los himnos a la noche, la plegaria. Una musiquita apagada, en sordina, que da cuenta de cierta desolación. La de Guido, es una escritura a contrapelo. Una escritura que lucha con la sintaxis y al final la deja de lado. Que recupera y pierde el sentido, como antes y después de una borrachera. Y aun así, aun así…, amables, atravesados por un deseo de amor imbatible y frágil, que se detiene en los detalles más pequeños. El cambio de una heladería a la que se era fiel, Rapallo, por otra, Freddo, la competidora, que ofrece una promoción más conveniente. El momento solitario de disfrute, y el final, que es algo más que una advertencia, es un imperativo. Leo el último fragmento:

Tengo la sensación
mientras espero, que estoy traicionando a mi heladería.
En ella comía dos gustos: dulce de leche granizado abajo
y frutilla a la crema arriba. Me iba a la plazoleta de Hipólito Yrigoyen
y me sentaba. Descansaba de estudiar. Y con el uniforme del colegio puesto
me distraía. Veía pasar los coches, la gente, mientras devoraba la frutilla.
Aún tengo ganas de volver a comprar en Rapallo. Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo.

Y lo hace, vuelve a hacerlo. Todo el libro es así. Un motivo banal, se convierte en la clave para entender, o entrever, otra cosa. Como por ejemplo, la inesperada aprobación de una maestra le recuerda la poca valoración que tuvo siempre por parte de su madre, a tal punto, que terminadas las clases, quiere seguir sabiendo de ella, la sigue, como un perrito de la calle que encuentra, en el cariño de un desconocido, un hogar. Ahora bien, en esa desubicación, en esa falta de algo o alguien, hay también cierta forma de orgullo, cierto reconocimiento de sí mismo, de un territorio que, aunque doloroso, es más verdadero que el otro, impuesto. Y por eso mismo la alegría surge, en medio de esa incertidumbre, como el estribillo de una canción donde se mezcla todo, lo bueno y lo malo, el vino y el fernet, la noche y el día, el coito y la resaca, en una jarra imantada, psicodélica, como ese poema de Viel Temperley que dice, una y otra vez, ¿se acuerdan? “Vengo de bailar una cumbia y estoy en éxtasis”. La cumbia como metáfora y como contravención. Sudada, cantada, en un boliche de Lomas de Zamora a las cuatro de la mañana. Como esta otra cumbia, inolvidable, piedra negra sobre una piedra blanca, que dice hacia el final:

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la cumbia, los caminos

Tiene razón el muchacho de la carnicería. Tenés razón, compadre.  Sin cumbia no se puede vivir. La cumbia negra de Alejandra Pizarnick, la cumbia interminable de juanele o la otra, más festiva, barriobajera, de Perlongher. La cumbia piquetera de Diana Bellessi,  Cumbia y Religión, como en esa cumbia, maravillosa, del chileno Teilier, donde pide:

Cumbia para la niña que nadie
saca a bailar, para los hermanos que
afrontan la borrachera y a quienes desdeñan
los que se creen santos, profetas o poderosos.

Cumbia y religión, de Guido M. Delía. Para que escuchen y aprendan los que se creen importantes. Y para mí, que no aprendo nunca. Una cumbia, Dios mío, sólo eso te pido. Cumbia y religión, para atravesar la noche oscura de San Juan de la Cruz. Yo y el muchacho de la carnicería, yo y mi compadre, uno más alegre que el otro, más triste que el otro, bailando esta cumbia, bizarra y clandestina bajo un toldo de estrellas.

Osvaldo Bossi
La Tribu, abril de 2018





lunes, 9 de abril de 2018

Jorgelina Soulet, Tres poemas






Tres poemas


No me gustaba coger con vos
no me gustaba
que no dijeras nada
que no emitieras
ni el más leve sonido
ni un suspiro
un estertor
un jadeo.
Tampoco me gustaba
que no me dejaras
decirte cosas
un susurro
un grito
alguna porquería.
Y mientras te daba besos
pensaba
que al sexo silencioso
le falta una parte
el oído es también un órgano sexual
te dije muchas veces
pero no hubo caso
nos quedamos sordas
mudas.


*


Te vas a quedar sola
con tus plantas
tus gatos
y tus libros
me dijo
el último día que la vi

pero hace dos meses
acá
los días transcurren mansos
y un gato duerme al sol
mientras yo
con las manos en la tierra
pienso el poema
que voy a escribir
para contarle
que en esta casa
estamos muy bien
muy felices
los gatos
las plantas
los libros
y yo.


No voy a ir a Lisboa con vos

ni a Praga
ni a París.
No voy a ir con vos
a Berlín ni a Venecia.
No vamos a hablar
en idiomas inventados
para pedir habitaciones en hoteles.
No vamos a visitar museos
iglesias palacios jardines.
No vamos
a subirnos a un tranvía
a un caballo o a una góndola.
No vamos a comer
croissants
spaghetti
chucrut
ni a emborracharnos
y después no saber
cómo volver a casa.
No vamos a ir al Pont Neuf
ni tampoco a tocar
los restos del Muro.
Ver más ruinas
para qué.
A Madrid tampoco vamos a ir
te negabas
a caminar por la Gran Vía
donde fui tan feliz con otra
con la que tampoco fui a Lisboa
ni a Praga
ni a Berlín
pero me hubiese encantado.

 Jorgelina Soulet

miércoles, 28 de marzo de 2018

Bajante de Matías Aldaz, texto presentación



El palo en la rueda o Las aguas bajan turbias

Manuel Puig comienza su novela El beso de la mujer araña con esta frase: “A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas”. Recuerdo esa frase, ahora, porque leyendo esta novela de Martin Aldaz, Bajante, se me ocurre decir algo parecido: A esta escritura se le ve que algo raro tiene, que no es una novela como todas. Manuel Puig se refiere (su personaje Molina en realidad) a la Mujer pantera, la bizarra película que Molina le cuenta a Valentín para atravesar los enormes bloques de soledad que los rodea en la prisión. En Bajante, esa rareza es ante todo estilística, pero es también un punto de vista, una caída que se sostiene a lo largo de todo el libro, perfectamente apuntalada por el autor. Y es, sobre todo, una partitura, un despliegue de voces. Voy a tratar de explicarme. Voy a pensar en voz alta, articular en voz alta lo que pienso en realidad, mientras escribo, ya que escribir sobre este libro es pensar en caída libre para mí, es pensar y arriesgar, en torno a esta novela, algunas ideas. En las posibilidades que la novela “realista” todavía ofrece por estos lares y en nuestra lengua. Porque Bajante, si no me equivoco, es una novela realista. Un realismo extraño, eso sí, intervenido, interferido por una serie de recursos que le dan un inquietante espesor al texto.

En principio, no es un realismo urbano, sino que transcurre en el litoral argentino, en Corrientes, y en la frontera con Brasil. En este sentido, agradecemos la distancia del narrador y la falta de folklore, de sentimentalidad quiero decir, en los detalles. Todo es visto con tranquilidad, sin asombro, por un lente que no exagera ni se desatiende de lo que ve. El paisaje, las voces, las particularidades de la región, están escritas con el mismo tono impersonal, un tono que se acerca, en cierta forma, al desapego (no el desinterés), y a una manera de ver que no sea, ante todo, una extorsión para el lector. Voz atenta, como dije, a la descripción de los detalles. Voz invariable, neutra. Cito: “Mercedes le da un mordisco a un sándwich de pan lactal. Va a la habitación y se desnuda mirándose al espejo. Los huesos de la cadera parecen dos huesos que se le metieron por la espalda. En la panza le sobra piel”. Así, sin más. La pura materialidad de los hechos y de las cosas. Sin embargo, esta intención de distancia se ve traicionada cada tanto, y como ocurre con las traiciones en general, y en esta novela en particular, este desvío se vuelve inesperado y benéfico.

Por ejemplo, ya que estamos con los comienzos de novela, leamos el comienzo de Bajante. Una frase sencilla, que dice lo que dice, y dice otra cosa:  El timbre suena como una descarga eléctrica.  Es decir, una frase compuesta por una imagen y una metáfora. Metáfora que, seguramente, escandalizaría a Robbe Grillet, el padre del objetivismo en la narrativa moderna. Pero a quién le importa eso, la frase está ahí, adelantando algo, cifrando algo de lo que nos enteraremos después. Me refiero a la “descarga eléctrica” que es toda la novela, desde que Mercedes, la protagonista, descubre esa carta que deja entrever la sombra de una infidelidad, junto con el deseo de saber la verdad (hasta las últimas consecuencias) suceda lo que suceda. Es decir, el eros de la novela, la pulsión que la lleva a escribirla, y a leerla, es ese deseo de verdad que mueve a Mercedes (alias Laura) y la arranca de su vida tranquila y la empuja hacia adelante. No sabe por qué, pero ya está decidido: pide unos días en el trabajo, compra unos materiales de pintura, mete un revólver en el bolso y se sube a un auto, para encontrarla, a la verdad, a ella, a la otra, a cualquier precio, sea lo que sea.

Más que novela realista, parece el conocido melodrama de una mujer despechada que se embarca en una inquietante novela policial. Debo confesar que yo también, al leerlo, me embarqué en la búsqueda de la otra, la autora de la carta, como cualquier señora de su casa, y que de todo corazón deseé que se encontrara con ella, frente a frente, y sopesara el arma en el bolso, y terminara con ese infierno de una vez. Pero, he aquí que el suspenso es sólo la excusa para contar otra cosa.  Por ejemplo, cada tanto el relato se detiene y empieza a moverse en cámara lenta. En lugar de seguir la línea de la prosa, se corta y se convierte en verso, unos pocos versos, precisos, ralentizados, frenando la acción, dejando caer la lente de un zoon sobre algunos detalles, cualquier detalle, hasta que perdemos de vista todo lo demás. Pienso en Fabio, en Leonardo Fabio, el director de cine, y en sus películas Gatica o Nazareno Cruz y el lobo, donde la secuencia también se detiene y vemos a Gatica en andas, la cara ensangrentada, las banderas blaquicelestes detrás, moviéndose hacia un lado y el otro, como adentro de un sueño, en un tiempo fuera del tiempo que es el tiempo de la poesía. Ese efecto, ese énfasis, irrumpe cada tanto en toda la novela. La retrasa y, acaso también, la ahonda, intercalando dos planos, dos maneras de percibir la historia. Como si se dijera, nos dijera: No vayas tan rápido. Mirá la mano sobre el teléfono, mirá esa ambulancia metida de culata, mira el agua, mira la cortina de hule, mirá, mirá.  

Lo dice, y unos pasos después, olvida lo que dice y acelera de nuevo. Le deja la posta al narrador, a ese extraño personaje que es el narrador omnisciente, ese que describe de la misma forma, sin que se le mueva un pelo, el modo en que la protagonista entra al auto, o se desliza por la ruta, o llega hasta una plaza de pueblo, o pide pollo con arroz y guaraná, o se tira sobre la cama, o se masturba (o sin hache, por supuesto). Nada se tambalea entre una acción y la siguiente. La prosa se avanza por una suerte de autopista a una velocidad regular. Hasta que algo, otra vez, la frena.

Ahora es una voz, otra voz, la voz de la conciencia de la protagonista, ese pájaro molesto que se le cruza en la ruta, en cualquier parte, en cualquier momento, una voz que no la deja tranquila, la lechucea, empañándolo. Cada intervención, un pequeño sobresalto, como si el camino estuviera lleno de baches, de pozos que aparecen y desparecen, sin otra misión que fastidiar, detener el avance de la novela. Chismosa, la voz. Le dice a Mercedes, nos dice: Seguro hay otras más… Pero si Paulo te dijo que esa casa era de él... Suena igual a la de los heladeros en las siestas de verano… Qué calentitas que tenés las manos…  Primero tenés que llamar a Mariana… En la facultad conociste a una Alelí que le decían Ale… A esa nunca le importaste, qué pregunta ahora. Una voz que se mete, interrumpe. Maleducada, no respetas las reglas del género, y encima sin decir acá estoy yo, sin presentarse, como pancho por su casa.

Pero no importa. Como dije antes, el narrador que lleva adelante la novela no dice nada. No dice: salí de acá, salgan de acá, esta es mi prosa y en mi prosa mando yo. Sigue como si oyera llover. Es un señor, un señorito inglés, que nació, al parecer, en Entre Ríos, y se crío desde muy chico en Paso de los Libres, Corrientes, y vive, desde 1997 en Buenos Aires, y es el autor −de paso− que se lava las manos, y no lo estrangula al poeta con sus rarezas, ni hace callar la voz de esa metida, que no deja que la protagonista coma y cague, sin que la molesten con algún comentario. Maquínico, el narrador. Maquínica (la prosa y la protagonista) como si hubieran perdido el alma con el accidente.

Aún así, el narrador (la novela) termina por meterse en el cuerpo de la protagonista, en su cuerpo desnudo y desquiciado, que se interroga por el deseo de su marido, y el deseo de la amante, y por su propio deseo. Cómo es que el autor (varón, heterosexual, bah, no lo conozco a Matías pero imagino que es así), se mete en la piel de este narrador inmutable, y juntos, los muy ladinos, entran en los pensamientos, en el corazón de esta mujer, de Mercedes, en su cama, para sentir lo que ella siente, (el cuerpo duro, tosco, la barba pelirroja, del encargado de la cabaña, entre el tufillo intolerable del alcohol y la demencia de su vida solitaria). En fin. La cuestión es que entran. Meten primero los dedos hasta hacen cimbrar, los muy palurdos, el clítoris, en donde otra descarga eléctrica nos espera, acaso la más determinante de todas: la del orgasmo. De la protagonista, Mercedes, y del chongo de la cabaña, por supuesto, y de ese asexuado, el narrador, que registra la escena con todos sus detalles, y también ese otro, el autor, ese mirón, llevando la batuta, un poco transpirado, porque está llegando al clímax, y lograr el clímax en una novela es siempre lo mejor, lo más mejor de todo, siempre.

Deseo, deseo, deseo. De saber la verdad. De saber lo que siente una mujer al ser penetrada. Penetrar en ese misterio, a través del texto. Matías logra, con su escritura esquizo, plagada de detalles, el clímax de esa confusión. De deseos. O al menos yo me confundo. Por momentos, no logro saber quién entra en quién. Lo único cierto es que, si hay coito, es un coito plural, donde cada cuerpo hace su aparición en el momento exacto y ejecuta lo suyo. Un coito que excede a Mercedes y al chongo pelirrojo de la cabaña, y que incluye al lector.

Por momentos me aparto y pienso: el autor es un cara dura. El autor, con su secretito, es el que más disfruta de todo esto, el que goza de su goce, da goce, a Mercedes, al chongo y a toda la parentela. El autor, ese voyeur, ese mirón. El mirón, así se llama una de las novelas emblemáticas de Robbe-Grillet, ¿se acuerdan? El goce de mirar desde afuera, para estar en todas partes y no quedarse en ninguna. Y me acuerdo también de los narradores de Sade, que encuentran en la experiencia de contar, de poner en palabras las vicisitudes de la cópula, un goce sino mayor complementario, sin el cual el primero se reduciría a cenizas.

Como verán, a la descarga eléctrica del comienzo se le suceden otras. Al accidente del marido, le sigue el de la carta, y a éste el viaje, el arma, el chongo de la cabaña, la voz de la consciencia, el poeta con su palo en la rueda (el lirismo es siempre un palo en la rueda de la prosa, sobre todo cuando la prosa quiere hacer bien su trabajo). Y está, además, la muchacha linda, lindíssima, de un pueblo remoto, llamada Alejandra, la posible amante de Paulo, el marido de Mercedes, y la otra, un fantasma que lleva el mismo nombre, Alejandra, y que muere, ella también, en un accidente. El amor mismo como un accidente, una descarga eléctrica, una escritura enrevesada que nos fulmina.

Bajante: el terroncito de azúcar que es el deseo, transformado, de buenas a primeras, en planta venenosa. ¿Crimen y castigo? No sé. Más lo pienso, más me hundo. Una novela sencillita, sí, narrada en tercera persona, nos cuenta todo lo que les dije, y más. Como los diálogos telefónicos, ¡me olvidaba de los diálogos telefónicos!, esa chatarra, ese ruido, esa mugre, que nos distrae de la verdad. “La llamaba para avisarle que me voy de viaje hasta el domingo, Graciela, y que no voy a poder ir a verlo a Paulo. Sí, papá, anda medio jodido, una pulmonía. No, no está muy mal que digamos, pero ayer hablé con mamá y me dijo que el médico le dio reposo. Hace un año y medio que no voy. Sí, sola, es un viaje corto”. Etc., etc. Y encima −éramos pocos y parió mi abuela− el atentado terrorista sobre las torres gemelas, el día del maestro. Lo mismo que la carta donde Mercedes descubre la traición de su marido. Una acción terrorista. Los aviones estrellándose contra los altos edificios, la carta, entre las manos de Mercedes, un edificio que se derrumba. Una imagen adentro de otra imagen, una catástrofe adentro de la otra.

Y para terminar (o acabar, como ustedes prefieran) está el título, Bajante, que abre el libro como una metáfora ineludible. La del detritus que todo lo cubre, cuando las aguas bajan turbias. Ese final que es un regreso. Esa caída de Mercedes / Laura en sí misma, el choque con la verdad tan deseada, después de la cual empieza todo otra vez, o se termina todo. Como dije al comienzo: Se ve que esta escritura algo raro tiene, que no es una novela como todas. Si no me creen, léanla. En su timbre, en su voz, las descargas eléctricas se suceden y se superponen, unas a otras, en un verdadero cruce de fronteras, entre la novela realista y la novela policial, ente la poesía y la prosa, entre  la muerte del amor y el comienzo de algo que, no sin cierto entusiasmo, podemos llamar la vida.

Osvaldo Bossi
Almagro, marzo de 2018





sábado, 24 de marzo de 2018

María Ragonese, poemas






Aguanieve

Estás
clavado en la tierra
no como quien la conoce muy bien
y a los pasos que va dando sino
más parecido
a lo que no se mueve
un muro un poste de luz
una montaña

cosas que cambian solo
con el tiempo
muy despacio
hacia una generación lejana
otra geografía otro momento

no estarás para verlo

a menos que ocurra
un cambio en tu política de estado
un accidente

o te caiga aguanieve y se suavice algo.


Navidad

Mientras preparábamos la mesa
nos dimos un abrazo
tenías el mantel en la mano
lo apretaste en mi espalda
una tela vieja y
guardada con cuidado
para ocasiones especiales
me puse muy contenta
sentí
llegaba la navidad.


Cerros bravos

Allá donde hemos muerto
mis caballos no llevan su andar
cerros bravos le llaman en América
a los lugares medio encantados
medio malditos
llenos de fuego
donde nos perdemos en niebla espesa
caminos que no son
encuentro ni despedida
magma desordenado de cosas ya sin nombre
lo que queda en el espacio
cuando uno se va.


***

Existen bosques dulces
y bosques salados
para conocer sus hierbas
sumerjo los pies la cabeza


abajo debe haber algo
digo
un ecosistema lleno de abrazos
arcoíris y pedacitos sucios


trago cimientos y escombros
tengo hambre y algo
me tengo que comer
de este mundo

después sigo el río sigo el mar
amigos en la experiencia
aunque no pueda pronunciar
nada justo sobre ellos.


María Ragonese (Inéditos)

martes, 20 de marzo de 2018

La casa vacía, presentación




La casa vacía o La niña que creció bajo su reino


En poesía, quizás toda escritura sea escritura del duelo. Carta de despedida o Diario en el que se registran los símbolos, las hilachas, de una experiencia que alguna vez se tuvo, o que nunca se tuvo, y que no se volverá a repetir. Entre el desamparo y el amparo de las palabras, el elegido para el duelo, el elegíaco, se ha vuelto un zombie, un aturdido del lenguaje que repite día y noche la misma cantinela (dónde estás, y por qué) con el fin de atrapar, a la manera de los salmos, aquello que se fue, aquello que “ya nunca volverá”, como dice el tango, salvo en ausencia.

Pero hay libros y libros, duelos y duelos. El de Celina Feuerstein, por ejemplo, pertenece a los que hacen del duelo una pasión que no quiere salirse de sí, no quiere abandonar su comarca de sombras y entregarse a la luz del día. No busca la cura, como dicen los psicoanalistas. No. Ha descubierto un escenario ideal, encantado, un lugar que quizás estuvo desde siempre y que ahora le permite, por fin, desencadenarse. Después de todo, dejar de ser niños, ¿no es la primera experiencia de orfandad? De ser así, cualquier razón de duelo que aparezca después, se volverá un acople, un eco. Yo creo que la escritura de Celina viene de ahí.  Viene de ese epicentro de amor. Sí crecer es asumir de alguna forma la pérdida, el yo poético de estos poemas no creció nunca y no tiene ninguna intención de crecer tampoco.  Además, descubrió la poesía. ¿Y qué mejor vehículo para vivir en ese tiempo fuera del tiempo que la escritura de poemas?

La primera parte se llama, como el libro, La casa vacía.  A simple vista, nos está hablando de la casa de la infancia, la casa de los padres, desmantelándose después de la muerte de ambos. Pero, paradójicamente, a medida que la casa se vacía, se llena de fantasmas, de palabras, de recuerdos. Es decir, de poemas. La ausencia real, concreta, le da lugar a la ausencia imaginaria, la falta imaginaria que está en su origen, y a partir de ese momento los poemas no dejan de manar, como un chorro de agua helada, como sangre, como una constelación, uno detrás del otro, para decir, insistentes, lo mismo. Como si el yo de estos poemas nos advirtiera: Ahora sí, por fin, voy a dar cauce a mi grito, y nadie me podrá detener.

Hay un momento, por ejemplo, en uno de los poemas, donde Celina (o el yo que construye Celina en estos poemas) junto con sus hermanos embala cada uno de esos objetos mágicos que fueron parte de la casa, que son la casa, y sin que nada lo anticipe, se detiene y empieza a gritar. Leo: Yo no sé qué originó el terremoto aquella tarde / con mis hermanos / vaciando la casa / familiar // no sé qué hizo que me enfurezca y grite / como una loca / desquiciada / abran la puerta / quiero irme / salir de acá.

Pienso que “ese grito, que viene desde lo más profundo, como los terremotos, sin que nada lo anticipe”, puede pensarse como el origen (uno de los muchos orígenes) de estos poemas. Como diría Ginsberg, cada poema una suerte de grito, de aullido, pero articulado. Ahora bien, cuando los poemas no llegan, cuando no llega ese alivio, ni el consuelo de las palabras, el grito se manifiesta desnudo y en todo su esplendor. Les propongo un juego, les propongo  cambiar la palabra “terremoto” por poema, “grite” por escriba”, y “salir de acá, irme” por “quiero quedarme, no salir nunca”. El texto en cuestión quedaría así: Yo no sé qué originó el poema aquella tarde / con mis hermanos / vaciando la casa / familiar // no sé qué hizo que me enfurezca y escriba / como una loca / desquiciada / cierren la puerta / quiero quedarme acá / no salir nunca. (Este mismo poema, sin ir más lejos, es un grito articulado, una melodía desencadenada, un eco que la casa vacía, con todo su encanto, nos devuelve).

Es decir, escribo, para darle sentido a ese grito que no tiene sentido, a ese dolor que no tiene palabras. Pero además, en este caso, en estos poemas, el grito que se escucha es un grito infantil. Un grito caprichoso e irracional, un grito, como ocurre generalmente en la escritura poética, exagerado, dramatizado, para que se detenga el cielo y las estrellas, para que el universo entero se detenga a escucharme.

Quiero decir, a través de la poesía, esta niña -que ya no ocupa el centro de la escena- encontró otra manera de hacerse ver y oír. Y sobre todo, de ser eso que ya no es, o que teme dejar de ser. Una suerte de monstruo plural, como el Leviatán, cuyo cuerpo estaría compuesto por las voces de la Hija, de la Madre y de la Amante, algunas veces por separado y otras en simultáneo. Las tres figuran convertidas en una unidad indestructible, un impresionante tanque de guerra que se defiende de la muerte, aunque parezca una locura. Atada al padre, atada a la madre, atada a los hijos y al amante con mil cadenas. Mejor dicho, atando a los padres, a los hijos, al amante, con mil cadenas, aunque parezca una locura. Cada poema se ciñe a una lógica irreductible contra el abandono. Leo este fragmento, de la última sección del libro, llamada Brillos, donde la madre dice: “quiero acunarte aunque mis brazos / no alcancen / y se desborde tu tamaño entre mis dedos / y redoble el abrazo / y te me escurras / como miel / y triplique mis manos / y mi piel se estire / y se expanda / como agua o como fuego / hasta cubrirlo todo”. Como agua o como fuego, no parece una madre, parece el apocalipsis.  Copio este otro, donde la hija dice, reclama: “papá papá donde te fuiste / papá que estás mirando / tus ojos no me apuntan / vacíos / tus ojos no me ven // estoy acá / soy esta entre la sombra de tu cuerpo y mi murmullo / soy la que ahora grita no te vayas / desde esta boca de mujer / desde esta lengua / de niña que creció bajo tu reino.”  

Recuerdo una frase de María Negroni, de su libro Museo negro. Dice así: “Un vampiro es un ser enamorado de su propio desconsuelo”. Alguien que no puede salir, y no quiere salir, de la casa vacía, de su castillo de infancia, de su orfandad, porque esa casa está poblada de todos los fantasmas que somos y que fuimos alguna vez. Alguien, siguiendo esta metáfora, que no quiere olvidar. Si la única muerte es el olvido, como dice Borges, cada poema será un recordatorio, una memoria exacerbada, un duelo sin fin.   Aunque la casa real ya no esté; no importa. Está la casa vacía que es el libro, y está la casa vacía que es el cuerpo, claro, el último, y acaso el único y el más temido de nuestros escenarios.

Es cierto que hacia el final del libro, los poemas intentan construir, y acaso por un momento lo logran, un escenario diferente, un horizonte, un brillo pequeño, una aurora, que signifique el comienzo, el fin de algo, dándose una nueva oportunidad.  Por ejemplo, en cierto momento hay en el cielo una visión del arcoiris que trae, nos dice “la paz, la calma después de la tormenta / la respiración tranquila”, pero enseguida esa misma voz se sobresalta y agrega: “y sin embargo yo / tengo miedo // de que vuelvan los vientos / y desaparezcan los colores / de que el arco de fuego baje / y haga arder / la tierra”.  O como en ese otro, donde se vislumbra cierta irrupción de felicidad, de olvido, cenando una noche sofocante de verano con amigos, “una felicidad liviana (nos dice) / que se parece al viento / moviendo las hojas / mi vestido / y los restos de eso / eso que a veces / todavía / empaña”. La palabra “restos”, en medio de esa frase, en medio del duelo, tiene el sombrío brillo de un ataúd donde los restos del amado, de todos los amados, su eco, resuena, empaña, cualquier felicidad.

Parece un cuento de Edgar Allan Poe.  Pero acaso todo amor, por benéfico que nos parezca, sea un cuento de terror, en el fondo. Y la casa vacía, la casa del amor filial, la casa de los cuerpos que amamos alguna vez, un castillo tan hermoso y sangriento como las ruinas de la casa Usher. No lo sé. Eso sí, con un lirismo que no se toma respiro, un lirismo que va y viene, entre la lucidez y el abandono de la luz para caer en otra cosa, otra cosa siempre perdida, la poesía de Celina Feuerstein transita las habitaciones de un desmantelado castillo, una casa que ya no está, o que está, como todas las cosas que amamos y que no podemos olvidar, en nosotros. 

Osvaldo Bossi