Vengo de bailar una cumbia y estoy en éxtasis
La
otra tarde, el muchacho de la carnicería, en Burzaco, mientras ponía unas
tiritas de asado en la balanza, me explicaba, muy amablemente, para que yo
comprendiera:
--Todo
lo que usted diga señor, pero si uno es pobre, tiene que creer en algo. Si no,
la malaria es completa. Además de techo, trabajo y comida, te falta amor. No, señor.
El ateísmo es para los ricos o para las personas instruidas. Para las personas
que tienen dónde apoyarse. Una cama limpia, gas natural. Una canilla en la
cocina y otra en el baño. Una heladera, y adentro de la heladera, comida. Pan y
trabajo, señor. Si tengo eso, no digo mucho, sólo eso, no necesito de ningún
Dios. Me las arreglo de alguna manera. Pienso y luego existo, decía el
filófoso. Sólo que mi único pensamiento
es cómo voy a rebuscármela mañana. Diga que, por suerte, está Dios, y están los
emisarios de Dios en la Tierra. Está el gauchito Gil, por ejemplo, siempre al pie del cañón, re piola, y está San
Expedito que, como su nombre lo indica, anda a los pedos ocupándose, con su carrito
alado, de las causas urgentes. Y está la cumbia, señor. Que sería de nosotros sin
la cumbia. Qué sería de nosotros sin un Alcides o sin los Wawankó. No quiero ni
pensarlo. Sin Dios y sin cumbia sería la desgracia completa. En cambio, yo
prendo el equipo y ahí están, aturdiendo la oscuridad, moviendo las cachas. Qué
alegría. Cumbia y religión, ¿puede haber en el mundo una mejor combinación que esa? Para los
tristes, para los desesperados. Para los que lo perdieron todo o están por
perderlo, no importa. Por un ratito, al menos, lo que dura un relámpago, ahí
está Yerba Brava, y Lía Crucet, y Los Charros, y Gilda, y están Los Palmeras.
Una lamparita cuelga a la entrada del rancherío, enseguida corremos la mesa,
las sillas, y sobre el patio de tierra apisonada o de cemento, largamos todo y
nos ponemos a bailar. Qué bonita está la noche, radiante como ninguna. Y el
vino, que es la sangre de Dios.
--O
una cervecita bien fría, que es la sangre de Dios también --agrega mi compadre,
sonriente.
--Cumbia
y religión –repite el muchacho de la carnicería--, que no es, como algunos
andan diciendo por ahí, el opio de los pueblos. No, señor. Es la alegría de los
pueblos, y es una forma de rebelión también. Contra los opresores, que muchas
veces tienen nombre y apellido, y a veces es solamente la vida, con su malaria.
¿De qué se ríen estos negritos muertos de hambre?, dice el opresor de turno.
Y
mi compadre, que siempre hace chistes, se pone a cantar, la voz aflautada, como
un auténtico cumbianchero: “Yo tomo
licor / Yo tomo cerveza / Y me gustan
las chicas. / La cumbia me divierte y me excita. / Salgo a caminar / Recorro
boliches / Me pierdo en las noches / Vivimos cosas buenas, junto a mis amigos.”
Al
escucharlo, el muchacho de la carnicería y yo nos reímos de buena gana.
--Qué
sabe esa gilada --sigue el muchacho--. Cumbia y religión para los pobres. Un
dios piola que haga más amable esta vida. Y cuando digo pobres, estoy hablando
de lo que nada tenemos. De los que andamos de un lado para el otro, solitos,
borrachines, sin encajar en ninguna parte.
--En
la noche me la paso divirtiéndome / En la noche me la paso delirándome --canta
mi compadre. La voz pastosa, un poco de este lado y un poco del otro. Como
los poemas de Guido, Guido M. Delía, pienso inmediatamente. Sus poemas, que no
encajan en ningún lugar. Cumbia y religión, así se llama éste, su primer libro,
que no se parece a nada y que no entra en ninguno de los prestigiosos anaqueles
de la joven poesía argentina. Ni poesía chabona, ni realismo sucio. No. Todo lo
contrario. Con los materiales más sencillos y más nobles (la soledad, el deseo
de amor, el miedo, o el miedo, el deseo de amor, la soledad, en el orden que
quieran) este libro se anima a contar los días y las noches de un chico que,
por alguna razón, se quedó afuera de todo. Clase media, más o menos acomodada,
y sin embargo afuera de todo, él también, como los pibes de Burzaco o de
Gonzalo Catán. Pienso en Alda Merini y en sus amigos del manicomio, la única
gente en la que ella creía, en la misa de esos poemas que, a pura cumbia,
derriban cada noche las murallas de Jericó. Desde ese lugar político, social,
desde esa expulsión, se viven y se escriben estos poemas de Guido, que, si bien
no asaltan un supermercado, ponen una pequeña bomba en nuestras vidas
refinadas, burguesas. Poemas que tardaron en salir a la luz, pero al hacerlo,
son una prueba de resistencia. Cuando Guido entró al taller de poesía, hace ya muchos
años, parecía que no iba a salir nunca de ese encierro, y que si queríamos
entrar, íbamos a tener que ser pacientes. El mismo lo fue. El mismo, paso a
paso, fue tirando abajo los muros que lo rodeaban, y un día, sin que nada lo
predijera, los poemas, estos poemas, aparecieron. Uno detrás del otro, uno más hermoso
que el otro. La poesía, como la gota que horada la piedra. El amor de los
amigos, como un aullido que, tarde o temprano, rompe las barreras del
propio encierro y se deja escuchar. Cada
poema, una postal de guerra. Una postal de amor. No sé de dónde salieron. En
ellos, casi siempre la anécdota está presente, como para que nos situemos en
algún lugar, en un momento determinado. Pero no son el sostén del poema, no, sino
el escenario, un poco fantasmal, donde la voz se desplaza, donde la voz nos
deja entrever, de alguna manera, su soledad, la amarga y dulce soledad de los
pibes a la noche y en cualquier esquina. Pero también esos momentos de honda
camaradería, donde la voz de eso otro. desconocido, se deja oír. Como en este
poema, llamado Cuanta gente tiene miedo, que abre el libro y dice así:
Yo
soy el primero en decidir lo que soy:
un
pasajero que no entiende las normas
que
me impone este lugar. Siempre en la vereda
siempre
en la columna apoyado. Siempre entre vecinos
que
tampoco entienden. Siempre con la cerveza
en
encuentros nocturnos. Siempre alzando la voz
en
la noche. Siempre con el dolor en mi pecho.
Siempre
en un círculo al que no puedo romper.
Siempre
jugando a que la vida no mata.
Siempre
con el llanto de la distancia
que
calma un cielo ausente. Siempre con miedo.
Más
que el relato limpio, el canto. Más que los himnos a la noche, la plegaria. Una
musiquita apagada, en sordina, que da cuenta de cierta desolación. La de Guido,
es una escritura a contrapelo. Una escritura que lucha con la sintaxis y al
final la deja de lado. Que recupera y pierde el sentido, como antes y después
de una borrachera. Y aun así, aun así…, amables, atravesados por un deseo de
amor imbatible y frágil, que se detiene en los detalles más pequeños. El cambio
de una heladería a la que se era fiel, Rapallo, por otra, Freddo, la
competidora, que ofrece una promoción más conveniente. El momento solitario de
disfrute, y el final, que es algo más que una advertencia, es un imperativo.
Leo el último fragmento:
Tengo
la sensación
mientras
espero, que estoy traicionando a mi heladería.
En
ella comía dos gustos: dulce de leche granizado abajo
y
frutilla a la crema arriba. Me iba a la plazoleta de Hipólito Yrigoyen
y
me sentaba. Descansaba de estudiar. Y con el uniforme del colegio puesto
me
distraía. Veía pasar los coches, la gente, mientras devoraba la frutilla.
Aún
tengo ganas de volver a comprar en Rapallo. Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo.
Y
lo hace, vuelve a hacerlo. Todo el libro es así. Un motivo banal, se convierte
en la clave para entender, o entrever, otra cosa. Como por ejemplo, la
inesperada aprobación de una maestra le recuerda la poca valoración que tuvo
siempre por parte de su madre, a tal punto, que terminadas las clases, quiere
seguir sabiendo de ella, la sigue, como un perrito de la calle que encuentra,
en el cariño de un desconocido, un hogar. Ahora bien, en esa desubicación, en
esa falta de algo o alguien, hay también cierta forma de orgullo, cierto
reconocimiento de sí mismo, de un territorio que, aunque doloroso, es más
verdadero que el otro, impuesto. Y por eso mismo la alegría surge, en medio de
esa incertidumbre, como el estribillo de una canción donde se mezcla todo, lo
bueno y lo malo, el vino y el fernet, la noche y el día, el coito y la resaca,
en una jarra imantada, psicodélica, como ese poema de Viel Temperley que dice,
una y otra vez, ¿se acuerdan? “Vengo de bailar una cumbia y estoy en éxtasis”. La
cumbia como metáfora y como contravención. Sudada, cantada, en un boliche de Lomas
de Zamora a las cuatro de la mañana. Como esta otra cumbia, inolvidable, piedra
negra sobre una piedra blanca, que dice hacia el final:
César
Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también
con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la cumbia, los caminos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la cumbia, los caminos
Tiene razón el muchacho de la carnicería. Tenés razón, compadre. Sin cumbia no se puede vivir. La cumbia negra de Alejandra Pizarnick, la cumbia interminable de juanele o la otra, más festiva, barriobajera, de Perlongher. La cumbia piquetera de Diana Bellessi, Cumbia y Religión, como en esa cumbia, maravillosa, del chileno Teilier, donde pide:
Cumbia
para la niña que nadie
saca
a bailar, para los hermanos que
afrontan
la borrachera y a quienes desdeñan
los
que se creen santos, profetas o poderosos.
Cumbia
y religión, de Guido M. Delía. Para que escuchen y aprendan los que se creen
importantes. Y para mí, que no aprendo nunca. Una cumbia, Dios mío, sólo eso te
pido. Cumbia y religión, para atravesar la noche oscura de San Juan de la Cruz.
Yo y el muchacho de la carnicería, yo y mi compadre, uno más alegre que el
otro, más triste que el otro, bailando esta cumbia, bizarra y clandestina bajo
un toldo de estrellas.
Osvaldo
Bossi
La Tribu, abril de 2018