jueves, 3 de agosto de 2017

La austeridad es la divisa de mi familia, texto presentación




Según nos dice Gustavo Gottfried en el prólogo de su libro, unas diapositivas encontradas por azar, en el desván de los recuerdos, es uno de los disparadores impensados de estos poemas; el otro, la enfermedad de la madre y la necesidad de acompañarla en el tratamiento, lo cual implicaba una cercanía parecida a la de la infancia, sólo que al revés: ahora es el hijo el que cuida de la madre y, de alguna forma, la protege de las adversidades de este mundo.

Esto, desde luego, en el plano visible. Quién sabe que otras intervenciones desconocidas participaron en el momento en que Gustavo vio cómo esa casualidad se transformaba en poema. Mejor dicho: poemas, muchos poemas, como una colección de diapositivas proyectadas, una tras otra, sobre la blancura del papel. El resultado es un libro extraño, que va y viene del relato al verso, de la fábula a una lírica contenida, del anecdotario personal a la visión de una época, de varias épocas en realidad, que arranca con el peronismo de los años 40 y siegue. 

No sé cómo lo hace, pero por momentos la necesidad de narrar se vuelve tan imperiosa que compite con la necesidad de la poesía que consiste, si no estoy equivocado, en cantar. Pero más que en competencia prefiero pensar en una colaboración donde la poesía, cada tanto, se pone a un costado y cede su lugar a los personajes. A tal punto, que cuento y canto se vuelven una misma cosa en estos poemas. Con una alegría, una vocación de inocencia tan inquebrantable, que sólo puede compararse a la celebración.  
Como ejemplo, me gustaría leerles este poema, uno de los primeros que trajo Gustavo al taller. Se llama El primer empleo y dice así:

Como tantas jóvenes
de la clase trabajadora
mi madre también iba
a los centros recreativos
de la UES.

En una ocasión
durante una tormenta fuerte
se apareció el general.
Las chicas lo recibieron
formadas en filas como
se hacía en aquella época.

¡Qué lindo día
para chapotear en charcos!
dijo Perón.
-Usted, porque tiene botas.
Replicó ella desde su sitio.
Y ahí, se produjo un silencio
que él interrumpió enseguida
con alguna broma pero
finalizado el acto, un secretario
se acercó a la muchacha
le preguntó cuál era su urgencia
si necesitaba algo.

Un trabajo, contestó
la que ya era maestra
y que un día, también
iba a ser mi madre.
Como si desde siempre
hubiera esperado
esa pregunta.

Lo cierto es que justo
a los quince días
por debajo de la puerta
de la pequeña casa
de Villa del Parque
el cartero deslizó una hoja
y era su nombramiento.

Libro anfibio, libro que gira entre dos mundos, entre dos orillas, en muchos sentidos. La madre y el hijo, la infancia y la madurez, la pobreza y la riqueza, o mejor dicho, entre el ahorro y el despilfarro, la conservación y la pérdida, que es uno de los atributos de la poesía por otra parte. Entre esas dos orillas, como sobre un techo a dos aguas, se mueve este libro, lleno de pequeñas historias, de detalles conmovedores. De fondo, una madre obrera, que hace valer sus derechos, como vimos recién.  Y una madre judía además, con ese poder absoluto que suele tener esta clase de madres en nuestro imaginario. De hecho, el niño poeta que escribe estos cuentos, no puede dejar de mirarla, como no podría ser de otra forma, encandilado, a través de esas diapositivas que son las palabras. Con un lenguaje directo, sin lujos, sin adornos (recuerden que la austeridad es la divida de esta familia) Gustavo reconstruye un mundo que forma parte de nuestra Historia, así, con mayúsculas, pero también de su corazón.

Desde aquel primer libro “Un rastrojero bajo el sol,” hasta este que hoy nos toca presentar, Gustavo ha hecho un solitario y silencioso recorrido que terminó colocándolo, si no me equivoco, en el centro de su propia escritura, en donde el oro de lo filial, ese pesado y dorado oro que marca cada una de nuestras vidas, está en su centro.  Sólo que ahora, la anécdota, a veces tan criticada, se asume a sí misma con el poder y el brillo de un oro largamente atesorado en la memoria.

Oro, tesoro de la palabra, de la memoria que resguarda y acuña, brillo primero, mina de oro, la madre y este maravilloso y maravillado museo personal, donde todo vive por primera vez, otra vez, para siempre.

No me extraña, por otra parte, que este libro haya sido publicado por una editorial que también pone su mirada sobre la infancia, y une, a través de un puente invisible, el ayer con el hoy, el tiempo de lo sucesivo con el tiempo de la infancia que es el tiempo de la poesía, que se parece a la eternidad. No me extraña, insisto, porque si alguien escribe estos poemas, si una voz se sobrepone y resplandece sobre las otras, es la voz de ese niño que es Gustavo Goottfried: un niño que va y vuelve, derrochando y preservando ese mundo que, contra viento y marea, queda guardado en este aplicado cuaderno lleno de composiciones, que es su nuevo libro de poemas.

El diseño del libro, de María Valeria Chinnici, con esas ilustraciones de época, pequeñas viñetas o dibujos cercanos al mundo del simulcop, me hace pensar en los viejos libros de lectura que poblaron mi infancia y un poco antes también. Pero, además, en un libro muy hermoso, que seguramente ustedes conocen: Los cuadernos de Fritz Kocher, de Robert Walser, donde un alumno ejemplar esboza sus primeras composiciones escolares, y su fe en las palabras. Vean algunos títulos, si no me creen. Los recuerdos de mi madre, Los sueños de Mary, El primer empleo, Mamá y la tía Paula en un avión a Río, Gracias por su visita, Mi tío Roberto… Con letra redonda y pareja, sin faltas de ortografía, Gustavo escribe estas composiciones en verso y prosa, de un tiempo que fue y de un tiempo que persiste, dulce y amargo a la vez, como la historia del ruiseñor y la rosa o la pequeña carta de amor y de perdón al Topo Gigio.

En fin. Con esto solo intento decir que si este libro es mágico, es juntamente porque un niño lo escribió. Un niño lleno de amor, de complicado amor por la madre (como es todo amor a la madre, por otra parte) pero amor al fin, con esa alegría y esa tristeza, con esa “ingenuidad sublevada” que tienen los niños y que tiene la poesía.
                                                                                                  
Osvaldo Bossi
Julio de 2017, Almagro   





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