sábado, 2 de diciembre de 2017

Las que cuidan el fuego





Las que cuidan el fuego

Si el tiempo es ritmo, río invisible y silencioso que corre a toda velocidad, sin detenerse nunca, estos poemas de Agustina intentan, de alguna manera, correrse un poco de su fatalidad y atesorarlo.  No digo atraparlo, no, porque sabe de su urgencia por suceder, sino de guardar algunos relámpagos, hilachas de ese tiempo que, apenas lo nombramos, ya no está más.

Urgencia, decía. De nombrar, de vivir. De ahí que los poemas no parezcan poemas, en el estricto sentido de la palabra, sino apuntes, notas, restos de charlas, flashes, listas en donde cada uno de los momentos vividos, uno detrás del otro, se superponen, creando un extraño efecto de simultaneidad en el que todas las cosas suceden a la vez.

De hecho, no puedo obviar un dato importante: es una mujer la que escribe, y todos conocemos esa capacidad que tienen las mujeres de hacer muchas cosas al mismo tiempo: preparar el desayuno, hablar por teléfono, jugar con  los niños, atenderlos, leer una novela de Yourcenar, salir de la casa, alejarse de ellos, trabajar, volver a la noche, escuchar música,  preparar la cena… Y hacerlo todo bien, con una mirada maravillada y un poco extenuada, a veces. Pero una mirada, en todo caso, que no quiere perderse un solo detalle, y entre el vivir y el escribir, se queda con las dos cosas. La escritura, entonces, como parte de ese entramado tumultuoso del que está hecha la vida de todos los días. Y lo más peligroso: sin renunciar a nada. O al menos, con el deseo de que nada de lo realmente importa se quede afuera, mientras vigilamos, por ejemplo, que no se queme la cebolla sobre la sartén. (Es curioso, pero en los poemas de Agustina, me doy cuenta ahora, como en los poemas de Padeletti, sartén y edén riman maravillosamente). No hay jerarquías, o la única jerarquía es la del amor, ese engrudo que une lo pequeño y lo grande, el afuera y el adentro, lo bello y lo triste, las madres con sus hijos, sin que se noten las costuras.

El resultado, desde luego, es una poesía impura, una suerte de no-poesía, más cerca de la prosa que del verso. Imágenes, eso sí que hay, muchas imágenes. Fotografías, recortes, y un collage que se arma y desarma sobre la mesa de la cocina. De fondo, todo el tiempo, se escucha el ruido de puertas que se abren o se cierran, se cae la sal, alguien le dice a alguien, “hay que ponerle un nombre a la noche! O ”yo hablaba con el silencio y me contaba historias / un aparato verbal silencioso me acompañaba”, y las risas, siempre la risa de los niños atravesando  el libro, uniendo lo cercano con lo lejano, lo posible con lo imposible, que es lo más difícil de juntar. Sin descontar esos diminutos precipicios de soledad, que se abren a cualquier hora, en mitad del día.

Me gustaría leerles un poema, uno al azar, para que se den una idea de lo que hablo:

Montaña rusa
Salto en delta
Capitán piraña
Allá va mi hija con su campera inflable
Sus lentes color chicle
La alegría
Hasta dar la vuelta al mundo
Y volver
A la sopa de fideos chinos
Al baño con espuma
A la carpeta de tareas un poco destartalada
A pintar sobre la pared
O escribir en una hojita de diario
Y agarrar ese mismo libro que yo leía
Ojalá pudiera recibirlo igual
Como una ruta
Embarcada sin saber en qué dirección
La llevará. 

O este otro. Todos son tan incompletos, tan hermosos, que uno no para de leerlos.

Coronita de flores
Trenzas pegadas al costado
Y ese dibujo donde mamá
Tiene dos hijos en la panza
Gorda, mamá
Mi niño me dibujó lejos del piso
Flotando
Y mi niña
Me hizo con pelo recogido
Casi matrona
Bebés adentro
Después me abraza
Me acomoda la ropa
Me pide que la vaya a ver
“Dejame un rato más” 
Remera sin panza
Letras color flúo
Para su baile
Iré
Sus ojos claros carita redonda
Tienen todo lo que necesito ver.

Inmediatez, urgencia, deseo de vivir, de vivir sobre todo, y un remolino de amor que envuelve las cosas y nunca se detiene. Por el contrario. Salta, metonímicamente, de un instante a otro, de la cocina al dormitorio, a la calle, al patio, y en cada uno de esos lugares deja una huella microscópica y estelar. O quizás no, quizás sea al revés, y el brillo del mundo sea el que nos lleve a escribir, a consignar cada detalle en una libretita espiralada, para escapar de la muerte.

Y algo más, un detalle que noto al leer este libro, en su insistencia: una genealogía de mujeres, de madres hadas, de abuelas, hijas, hermanas mellizas, cada una con su doble, infinitamente multiplicadas, cuidando el fuego. Cansadas e incansables. Encantadoras. Fascinadas siempre.  

Quiero insistir en esto. El poema, no como el lugar en donde se muere sino donde se vive. No como un ataúd (pienso en Pizarnik, en Ana Cristina César, y sobre todo en Silvia Plath, cuando escribe que la perfección es muerte, y tenía razón) No como un ataúd, decía, sino como una mesa suntuosa, con los hijos y los padres y todos los seres queridos alrededor.

Me da mucha alegría acompañar a Agustina Rabaini en la presentación de este, su primer libro de poemas, “Al borde de los días”. Casi, casi al borde de un ataque de nervios (todos los que tienen hijos, seguramente, lo saben), aunque en este caso el borde sea ese límite que se nos aparece, a cada instante, entre lo que es y lo que ya nunca podrá ser, esa gotita de aire, ese resplandor.

Dije que me produce alegría acompañar a la autora de este libro, aunque decir alegría sea poco. En realidad, estoy asombrado, conmovido, de todo lo que las mujeres pueden hacer, y entre todas las cosas, de lo que su poesía es capaz de revelarnos.


Osvaldo Bossi
Noviembre de 2017, Almagro






No hay comentarios:

Publicar un comentario