jueves, 22 de septiembre de 2016

Julián Vázquez


LOS OJOS DEL GATO

Se veía mansito, pero no. A todas partes donde iba mamá, la acompañaba. Si cruzaba a lo de Alcaraz a comprar carne, el gato la seguía, se quedaba afuera y esperaba. Incluso una vez entró al hospital con ella y no se dejó echar (tenía su genio, sí).
Se lo había regalado a mamá la señora Ferraz, nuestra vecina de al lado.
– Mi esposo no quiere gato ni perro por las gallinas- le explicó. Era evidente que habían discutido por eso, a juzgar por una marca redonda gris sobre el ojo de la mujer.
-Lo encontré esta mañana detrás de la agrotécnica. –siguió ella- ¡Una humareda! Se conoce que estaban quemando basura, y de repente escuché un maullido finito, finito.
(Poco tiempo después, la vecina iba a desaparecer. Su esposo diría que se había ido del pueblo, sin más detalles).
Arlequín, recién llegado, no pesaba ni un gramo. Lo levantabas con dos dedos por el aire. Te impresionaban esos ojos azules y el pelaje rojo, zaino. Daba lástima pensarlo abandonado, más por esa muesca triangular en la oreja izquierda, resumen de un piedrazo o de alguna pelea prematura. Por eso empezamos a quererlo mi hermano y yo: el pobre había nacido en la dificultad.
En casa, mi padre no se pronunció. (Por aquella época, pasaba poco tiempo con nosotros. Se iba, nunca decía adónde. A veces volvía a los dos, tres días, para almorzar o dormir la siesta, y mamá lo recibía seria, pero callada). Un animal más o menos no cambiaba las cosas, se perdía en el fondo entre los perros escuálidos, un par de conejos cagones y la tortuga de mi hermana, la mayor (que se fue una noche y nunca más se habló de ella). -¡Que no entre!- fue lo único que nos mandó. El abuelo, que vivía en la casilla de atrás, se acostumbró rápido a la compañía de Arlequín, y hasta le empezó a hablar y lo dejaba meterse con él cuando era crudo el frío.

Así pasaban las tardes, tranquilas. Hasta que en algún momento, nuestra vida se salió del camino y empezó a tambalearse, como borracha. La señora Ferraz ya no estaba en el barrio. Mamá se quedó sin su única amiga y empezó a sentir los dolores. El gato se puso raro, arisco, día tras día, mientras avanzaba el cáncer y mamá sufría sus últimos meses, entre dolores y morfina. Se quedaba junto a la cama de ella y amenazaba con los dientes al enfermero, al hijo de don Raúl, que venía todas las mañanas con su guardapolvo corto sobre unos jeas nevados. El tipo se reía de la violencia del gato con la carcajada falsa del que sabe que anuncia muerte en una casa.
A papá, por ese entonces, menos se lo veía. Cada tanto venía un rato y le daba un billete al Walter, para los gastos. -¿Tu madre?-preguntaba. Dijésemos lo que dijésemos, ponía la misma cara. -Cualquier cosa me buscan en el club- decía después. Pero su carácter era tan cruel como impreciso (tenía algo de esas nubes blancas que, de pronto, se descubren oscuras), así que sabíamos que mejor ni se nos ocurriera ir a buscarlo al club, si no queríamos que nos cagara a palo. Cuando se daba cuenta de que teníamos el gato al lado, se quejaba: -¡Saquen ese bicho al fondo, mierda!- El Walter fingía hacerle caso, lo llevaba a la cocina y cerraba, pero apenas se iba papá lo dejaba entrar de nuevo. Yo lo admiré por eso a mi hermano, y, como en todo, aprendí de él a mentir y a engañar.
Una tarde acompañé al enfermero a la puerta y escuché al abuelo que hablaba en la vereda con el señor Ferraz. Le había aparecido una gallina muerta, en el patio. El vecino siempre andaba de un lado para el otro con su escopeta flaca, y el pueblo sabía que tenía el tiro fácil. (De hecho, nadie creía que la mujer lo hubiese abandonado esa noche de tormenta; se hablaba de un tiro entre los ojos y de que el viejo la había enterrado ahí, entre los tomates. Uno de esos truenos no fue un trueno, decía papá guiñando divertido el ojo cuando quería explicar que algo no era lo que parecía, y así nos trasmitía, gota a gota, el sentido del humor del pueblo). Le conté al Walter. A ninguno de los dos se nos ocurrió que nuestro gato hubiese matado a esa gallina. Era un animal tranquilo, parecía.
Una tarde no la podíamos llevar hasta el baño a mamá, gritaba del dolor, entonces el Walter se puso nervioso, la sostuve, trajo una silla y la sentó. - ¡Andá a buscarlo!- gritó nervioso, y yo salí para el club como una flecha. Crucé por el terreno baldío, apenas me fijé si venía un auto por la San Martín y entré al salón, donde una nube de humo instalada sobre la gran mesa disimulaba el vicio del juego. - Tu viejo está muuuuy ocupado- me dijo uno, y todos se rieron a las carcajadas. Apurado por la imagen de mamá apenas sostenida en esa silla, corrí hasta el restorán del club y lo vi, junto a la barra del fondo, del brazo de la hermana del Braulio, el comisionista. Me detuve en seco. Quise que no me vieran.
- Che, nene. Vení.
Caminé hacia ellos con la cabeza baja. Uno siempre camina así, como agachado debajo de la voz del padre.
- ¿Pasa algo?- quiso saber.
La espié a la mujer sin animarme, y de repente dije:
- Nada. Es mamá…
- Te la presento a Cinthia- me cortó. Miré de arriba abajo a esa muchacha, que había sido compañera de mi hermana. Sin mostrar emoción la escudriñé, como si mis ojos fuesen los ojos del gato.
-¡No seás maleducado! Dale un beso.
Seguí quieto. La mujer se rio, entonces, como un pajarito.
- ¡Ay, pobrecito, es tímido!
- Andate- ordenó mi padre, avergonzado, y yo salí de ahí.
Estuve un rato en la vereda, sin animarme. No podía volver a ese cuarto a ver cómo mi madre era cortada al medio por Freddy Krueger. Me sentía un inútil. Entonces el gato saltó desde el paredón y me buscó. Se me refregó contra la pierna, lo acaricié y me sentí mejor. Le sujeté la cabeza y le saqué de entre los dientes los restos de una pluma viscosa, de un amarillo sucio.
- ¡Qué raro estás, Arlequín! ¿Qué te anda pasando?-le pregunté, acariciándole el lomo. En eso salió el Walter, tranquilo, y me vio.
- ¡Se quedó dormida!- dijo, con alivio.

Al gato lo notamos loco de veras desde que murió mamá, apenas volvimos del cementerio. Pero en el pueblo decir loco no es pavada; es lo mismo que decir diablo. Esa misma semana nos dimos cuenta de que Arlequín cruzaba al patio del vecino. La tapia estaba vieja, la mitad de los tablones podridos, así que era fácil pasar y meterse en el gallinero. Las bichas empezaban a chillar hasta que lo espantaban. Llegaba, sí, a matar algún pollito. El viejo Ferraz vino una mañana y le protestó a mi abuelo: Haga algo. ¡Si lo veo en mi patio, se lo mato!
Mi hermano Walter y yo lo queríamos a Arlequín, lo conocíamos desde cachorro y ya andaría por los seis años, así que estábamos desesperados con la amenaza. El abuelo, que al final nos quería, nos vio preocupados una merienda y nos dijo: Traiganlón. Lo agarramos, lo subimos a la rastrojera y el viejo manejó hasta bien lejos, dejó el camino de tierra y se metió por un claro entre los pastizales. Acá está bien, decidió, después de parar. Bajamos con el gato y esperamos a que se alejara unos metros. Cuando arrancó el motor, Arlequín estaba en el medio de un sendero y nos miraba. Qué habrá en la mirada de un gato es algo que nunca se va a entender. Así fue que lo abandonamos en el monte, a diez kilómetros del pueblo.
Por una semana estuvimos en paz. A Walter y a mí nos daba pena no verlo, una pena que se confundía con extrañar a mamá, recién enterrada. Los mayores decidían y uno tenía que aceptar. En nuestra casa, la única explicación que nos podía dar papá era un sopapo o una piña, depende de cuánto vino llevara encima.
Una noche, después de la cena, mientras estábamos en la sala con el mosquitero cerrado, escuchamos un ruido afuera y nos dimos cuenta de que estaba ahí. Yo mismo abrí y no supe si ponerme contento. El gato entró a la sala señorialmente. Llevaba entre los dientes el cuerpito triste, deshilachado, de un pollo. Nos miraba sin soltar su presa, sin moverse, como diciéndonos con sorna Soy un animal, qué esperaban. Papá y el abuelo se rieron al principio, pero nerviosos.
-Concha ‘e tu madre.-soltó el abuelo.
El Walter se le acercó, le quitó el animalito de la boca y lo acarició con disimulo, pero feliz. Los adultos hablaron de qué hacer. Ferraz les iba a reclamar, eso era seguro, y no había plata para soda, menos para pagarle los pollos muertos.
A la mañana siguiente, después del mate cocido, escuché voces afuera, así que salí al patio. Les costó agarrarlo, porque el animal se veía venir lo malo. Quedó un arañazo en la palma de mi abuelo durante meses, tres rayitas rojas como un arco iris. Fue una pelea entre los mayores y el bicho. Lo dejaron quieto de una patada y lo pudieron sujetar. Mi padre me vio, entonces.
- ¡Traeme una bolsa!
Me quedé quieto, enojado con Arlequín. ¿Por qué había vuelto, por qué no se había quedado en el monte?
- ¡Traeme o te rompo los dientes!
Fue en eso que el gato le dio el arañazo a mi abuelo, como una fiera, y él, dolorido, le machacó la cabeza fuerte contra el piso y le hizo sangre. Tomé coraje para volver a la cocina, saqué una de esas bolsas del almacén y se la llevé a papá, casi sin mirar. Pero se escuchaba el quejido de Arlequín. Lo levantaron y, entre insultos, porque estaban lidiando con el diablo, lo metieron en la bolsa y le dieron un nudo. Así nomás lo arrojaron al pozo. Se escuchó cómo se quebraba el agua, un golpe bestia, allá abajo, o no se escuchó pero me lo imagino, tantos años después.
Fui hasta la cama del Walter y lo desperté. Me temblaba el cuerpo. -¡Lo tiraron al pozo!- le conté. -Ah.- me respondió dormido. No sé si llegó a enterarse, porque nunca más hablamos de ese momento. Me acerqué a la ventana, que daba al fondo, y traté de oír. Se veía el cuadrado del pozo como una gran boca. No era hondo, tendría dos metros hasta el piso, pero subía un olor a azufre, o a lo que Walter y yo creíamos que era el olor del azufre. Habrá estado quejándose un tiempo el gato, cada vez más débil, hasta que por fin se ahogó. Me tapé con la sábana. Tenía doce años, me daba vergüenza llorar por algo así, pero me imaginaba cómo el gato maullaba y tragaba agua, con las uñas rompía el plástico de la bolsa y lograba salirse, arañaba las piedras queriendo subir, y era peor, más tragaba. ¿Por qué no fui con un balde a salvarlo? Eso pasa en la tele. En el pueblo, la muerte lo tiene fácil. Nadie salva a nadie.
Llegó la voz del almuerzo. En el baño, me sequé las lágrimas y me lavé con fuerza. Extrañamente, mientras el agua me enfriaba la cara creí que estaba creciendo, como si mis ojos llorosos fuesen los ojos de un niño y mis manos, restregándolos, las manos de una madre.
La novia de papá, que ahora la traía a casa, había hecho milanesas. Nos sentamos toda la familia, el Walter fue el último en venir, a comer en la sala. Comíamos en silencio, porque en el silencio se entierran todas las cosas y así se sigue adelante, en nuestra casa. Pero se ve que yo tenía algo en mi cara, en mi expresión. Los ojos del gato, me diría Walter después. Se te veían los ojos del gato.
-¿Te pasa algo?- preguntó papá. Eso alcanzaba, hasta entonces, para dejarnos congelados de terror, pero no me importó. Le respondí bajito, sin dejar de mirar mis cubiertos.
-Que lo cagaste al gato.
-¿Cómo?- Se notó sorprendido. Callate le escuché al Walter.
- ¡Que lo hiciste cagar al gato!- repetí, bien claro, pero con la vista baja. Papá se levantó caliente y se me tiró encima. Me agarró del brazo y me gritó:
-¿Qué pasa, lo andás extrañando?
La Cinthia, nuevita, pensó que podía traer el cambio a nuestra casa. Tranquilicensén llegó a decir.
-¿Lo andás extrañando al bicho de mierda ese?- Me hizo doler el brazo y me levantó de un tirón. Yo tenía miedo, pero era un miedo nuevo, distinto al de antes. Se cayeron la silla, el plato; los pedazos de carne volaron al piso. Me sacó al patio a los empujones y me obligó a acercarme al pozo.
- ¿Querés ir a visitarlo un ratito?
-¡Sí!- le grité. No me importaba nada. - ¡Borracho! ¡Hijo de puta!
Me agarró y me levantó por el aire. Dudaba, me pareció. Dudaba, sí, porque estaba torpe y medio tomado, pero al fin me dejó caer. Alcancé a sujetarme del borde, así que al menos no fui de cabeza. El costado del pozo me lastimó un brazo, me raspé la rodilla con una piedra y caí, caí y mi espalda fue golpeando contra la pared de ladrillo; por suerte, el agua de abajo alivianó el impacto, pero el cuerpo entero me ardía y me sonaban los oídos. Lo que más me sorprendió no fue el dolor. Fue la oscuridad. Caí los dos metros y me empapé de mierda, y enseguida busqué mirar arriba y vi que el día, la tarde, el verano, el mundo entero eran un cuadrado chiquito allá en lo alto, donde sonaba solamente la puteada de mi viejo.
- ¡Te quedás ahí hasta mañana o te quiebro todos los huesos, uno por uno!- le escuché.
Al rato, cuando las voces se fueron y me iba recuperando de las lastimaduras y el susto, hubo un silencio. Pensé que bien podía sentirme yo como el cuerpo de mi madre después del responso, en el cementerio. Al final, todo lo que más quería terminaba en el fondo, bien en el fondo de la tierra. Vi aparecer la cara del Walter arriba y me asusté.
- ¿Estás bien?- preguntó un par de veces.
Disimulé que lloraba y respondí, firme.
- Sí.
-¿Y Arlequín?
Sentí un terror urgente: debajo de mi cuerpo estaría el cadáver del gato. Tantée con las manos y con los pies y encontré una botella, una lata que me hizo un corte en la mano; un animal muerto y pequeño que sería… la levanté, sí, una rata, que solté asqueado; sangraba, pero no veía mi sangre… llevé el dedo a mi cara y sentí el calor, y un tufo que me dio ganas de vomitar. El gato tenía que estar vivo. A esa edad, para mí, la muerte era algo difícil, que llegaba lento, como un cáncer.
Me incorporé. De pie en el pozo, el agua me llegaba casi a la cintura. - ¡No está! ¡Arlequín no está!- grité, triunfante. Pero allá arriba tampoco estaba el Walter, no se veía más que el cielo del mediodía y unas hojas del árbol de mango. Empecé a llorar y a la vez me vino un pensamiento que no puedo ni siquiera hoy entender: ese sería el último llanto de mi vida. Estaba frío el pozo, y el olor era insoportable, y me quedaban por delante horas y el miedo entero de la noche, con sus alimañas. Pero todo ese sufrir, supe, era lo mejor que me podía pasar.
Esa noche solitaria descubrí una fuerza que tenía, que era terrible, que me hacía sentir en cierta forma un dios. Iba a salir del pozo a la mañana siguiente con una mirada distinta, lejos del niño, que se quedaría, para siempre, en aquel fondo sucio y aquel verano. Iba a esperar con paciencia un día tras otro, una tarde tras otra, años, tal vez, hasta ganar fuerzas y filo en el alma, hasta que mi alma fuese ese pozo mugriento y la bondad, un recorte de cielo chiquito, allá arriba. Y así, con la decisión que me diese el odio, asesinaría a mi padre sin sentir nada, clavaría un cuchillo en su cuerpo ebrio y miraría el arroyo mínimo de sangre bajando lento por su pecho, sin emoción. Vería apagarse su respiración de a poco, sin conmoverme, con mis nuevos ojos, tan inexplicables y lejanos como los ojos de un gato.


JULIÄN VÄZQUEZ

Inédito

5 comentarios:

  1. EXCELENTE !!! Los que me conocen saben que no soy de desparramar elogios despreocupadamente. Tu cuento es cautivante desde el principio hasta el final : está escrito con la simpleza y la profundidad de alguien que tiene, realmente, algo que decir. FELICITACIONES, Julián ! Percibo en vos el placer y la necesidad de escribir, lo mismo que sentí al leer tu relato : un gran placer y una irresistible necesidad de continuar leyéndolo hasta su conclusión. BRAVO !!!

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  2. Me alegro de que te haya gustado, Verónica. Vos resumiste bien lo que me motivó: placer y necesidad.
    Saludos.

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  4. "Extrañamente, mientras el agua me enfriaba la cara creí que estaba creciendo, como si mis ojos llorosos fuesen los ojos de un niño y mis manos, restregándolos, las manos de una madre." Cuánta poesía que hay dentro del cuento, muy bueno! Lo disfruté mucho

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  5. Está buenísimo el cuento, y qué final, Julián, el último párrafo es perfecto!!

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