martes, 9 de agosto de 2016

CLAUDIA MASIN

Tres, de Osvaldo Bossi, o el lirismo que se atreve a decir su nombre






La primera versión de Tres que tuve en mis manos no fue un libro, fue un juego de fotocopias anillada que una de mis amigas más entrañables, Paula Jiménez España, le había regalado a una tercera persona. Esta tercera persona me lo hizo llegar y todavía lo tengo. “Descubrí un poeta maravilloso y me encanta la posibilidad de compartirlo con vos”, escribe Paula en la portada del Tres fotocopiado que tengo en casa, dedicado a otra persona pero que terminó en mis manos. Ese es el recorrido de los libros de culto, de esos libros míticos que circulan de mano en mano en una operación casi clandestina, con mucho de ritual. Sentimos que tienen que tocar a otros como nos han tocado, que no podemos guardarnos el descubrimiento, que ese mundo que se nos ha abierto de repente a partir de la escritura de alguien, debe ser conocido –e inmediatamente conocido- por otros. Un descubrimiento que es necesario, urgente compartir, que pierde parte de su fuerza si lo guardamos, si lo mantenemos en la intimidad, en el secreto. Los libros de culto son una puerta. Una puerta que de ninguna manera puede permanecer cerrada, necesitamos atravesarla, y atravesarla acompañados porque lo que está del otro lado nos resulta desconocido e inquietante, aunque se trate de algo que siempre estuvo ahí, algo olvidado y renegado y abandonado que permanece intacto y que –cuando alguien conoce las palabras justas para convocarlo- vuelve a hablarnos. Tres, de Osvaldo Bossi, es uno de esos libros que, desde el momento mismo de su aparición, adquiere el carácter de objeto precioso y preciado. Un libro acerca del deseo que es, él mismo, objeto de un deseo, de un recorrido clandestino, un talismán que nos pasamos unos a otros, quizás porque se trata de una materia sobre la que se inscriben palabras que tienen el poder no solo de proteger, sino también de transformar a quien finalmente es tocado por ellas.

Tres fue publicado en un momento muy particular: los 90, esa década en la que parecía que el lirismo debía pedir disculpas y permiso por existir, un tiempo de discursos hegemónicos en la sociedad y en la poesía, que dejaban por fuera –como todo lo hegemónico- aquello que no cumplía con ciertos requisitos. Y el requisito fundamental entonces, en la poesía, para pertenecer a la tribu dominante, era que la escritura debía poner la sensibilidad a un lado. Que acerca de aquellas cosas que –como dice Diana Bellessi- nos daría vergüenza decir en voz alta, tampoco podía escribirse. Que si se era mujer había que escribir de una manera, y si se era hombre, de otra. Basta leer textos paradigmáticos de esa época para encontrarse con voces poéticas que apoyan su sensualidad en la ingenuidad y el aniñamiento (como se supone que debemos hacer las mujeres) o que reivindican su rudeza a través de un decir áspero y agresivo (como se supone que deben hacer los hombres) sin que esto vaya acompañado por un gesto paródico definido que produzca una puesta en conflicto de estos prejuicios. Es en medio de ese ambiente -descorazonador para tantos, para tantas- que aparece un libro que se abre con una cita del Upanishad que dice nada menos que esto: “Tú eres mujer. Tú eres hombre. Tú eres el muchacho y también la doncella. Tú eres aquello”. E inmediatamente nos enamora. Y más aún nos enamora su primer poema: “Un hombre que ama a un hombre/ que ama a una mujer, está acorralado;/ pende en lo alto como una hora/ bella e inútil; se da a sí mismo/ en un extravagante vacío, toca/ el vacío con los dedos.” Nos enamora con su decir austero y sencillo que se parece a la ausencia absoluta de pretensiones con que un rayo parte un árbol por la mitad o una hoja se desprende limpiamente de una rama. Así es el modo en que Osvaldo Bossi habla en su poesía: sin altisonancias, sin sentencias, sin subrayados, sin énfasis innecesarios. Y sin embargo, de una misteriosa manera, su tono reposado, delicado, sereno, es a la vez ferozmente preciso. Nos dice que las cosas son así, exactamente  así y no de otra manera. Es rotundo, es certero el acercamiento de las palabras de Bossi a las experiencias: las cruza de lado a lado, las atraviesa. Y poco a poco, leyendo sus poemas, vamos entrando en ese universo donde no hace falta usar la fuerza para que la propia palabra resuene. Y esa es otra clave de la fascinación que este libro produce: su radical, innegociable disidencia.  Frente a lo que se entendía por poesía en la época en la que el libro fue escrito, Bossi responde con estos textos que se plantan por sí mismos y declaran –con su sola, potente existencia- que la ironía y el desapego no son la única posición posible ni en la vida ni en los poemas, y que hay lugar para todos bajo el cielo: incluso para un lirismo que se atreve a decir su nombre. Un lirismo seco y despojado que –sin embargo- no teme a la irrupción de lo pasional, y entonces aquello que tantas veces la cultura de masas nos ofrece bajo la forma de puro lugar común, sensiblería, exabrupto, en esta poesía retorna a su potencia original y es capaz de conmovernos: “Cuando mi amado entra/ al cuerpo de ella, es a mí/  a quien tan hondamente/ llega; me quita la respiración,/arrasa y mira a los ojos./ Pero cuando por mi propia/ carne él entra, es a ella/ a quien toca; desnuda, la puedo/ sentir del otro lado suspirar”. El desdoblamiento, la multiplicación que el deseo es capaz de producir, la anulación de la idea monolítica de un Yo separado de los otros, es central en este libro. Una liberación semejante a la que puede producir la escritura poética. Dice Bossi en otro poema de este libro: “Vinimos para eso que pasa por/ nosotros, sin ser nosotros”, y es a través del deseo amoroso, y de la escritura que ronda ese deseo, que se produce esa fusión entre el afuera y el adentro, que se difuminan los límites aparentemente claros, aparentemente estables entre el otro, la otra, el propio yo. Escribe Deleuze: “Todo es mezcla de cuerpos. Los cuerpos se penetran, se fuerzan, se envenenan, se mezclan, se retiran, se refuerzan o se destruyen como el fuego penetra en el hierro y lo vuelve incandescente, como el predador devora su presa, como el enamorado penetra al amado. (…) Y ¿quién podría decir cuál de las mezclas es la buena y cuál es la mala, puesto que todo es bueno desde el punto de vista del Todo que simpatiza, y todo es peligroso desde el punto de vista de las partes que se encuentran y se penetran?” El Yo de este libro es un yo aluvional, permeable, construido a partir de lo otro, de los otros, de esos cuerpos que, al decir de Deleuze se penetran, se fuerzan, se envenenan, se mezclan, se retiran. “Yo estaba en mí –nos dice el poeta- porque no estaba en mí”. Un yo que se desintegra y reconstruye siempre provisionalmente y permanece siempre incompleto, porque la completud amorosa se revela como una ilusión fundada en la impermanencia. Escribe Bossi: “Cada cuerpo una/ lámpara; lleva, trae la oscuridad”. Y es esa incompletud, esa impermanencia, al fin y al cabo, la semilla del deseo, de la escritura, el punto desde el que se lanza hacia el mundo el cuerpo, la palabra, para que sean contaminados, abrazados, poseídos, usados, recibidos y expulsados por los otros una y otra vez. Quizás, entonces, un libro de culto es simplemente eso: un territorio familiar y a la vez extranjero, donde las palabras que una vez fueron interdictas y acalladas se despliegan, iluminan lo que tocan, lo despiertan. Un contacto físico que las palabras son capaces de producir en nuestro cuerpo, una conmoción, un choque eléctrico que nos viene a decir que la única manera de estar vivos es afirmando nuestra revuelta y nuestra diferencia frente a la maquinaria que tiende a uniformar el lenguaje con el que nos hablamos los unos a los otros, nuestra forma de encontrarnos y reconocernos. Que nos viene a decir, además, que no hay vida que se sostenga sola, no hay voz que no sea a la vez la voz de los otros, de los vivos y los muertos.

Tres es de esos libros que nos hacen entender que estamos presos en el mismo momento en que hacen estallar las paredes que nos encierran, como si nunca hubiera existido el cautiverio ni la obligación de guardar silencio. Y lo hace con tal fuerza y tal belleza que nos convence de que las palabras, como el agua, son capaces de traspasar las materias más duras y más resistentes, y sobrevivir intactas para continuar su tarea: seguir fluyendo, torrenciales, sin que nada pueda detenerlas.                                                                                         

Claudia Masin
Texto leído durante la presentación de Tres, reeditado por Caleta Olivia
Agosto de 2016











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